Todavía recuerdo los ímprobos esfuerzos con los que mi profesor de Literatura de Bachillerato, en Coria, se afanaba para que nosotros entendiéramos y comprendiéramos aquello tan extraño, y tan terrible, y tan feo del esperpento. Con dieciséis años, y quizás más por estar pendiente de la chica de al lado que de las explicaciones de nuestro querido profesor, el esperpento sonaba a bicho raro, y nosotros lo identificábamos más con el adjetivo calificativo con que definíamos algo que nos parecía deforme, mal hecho, desaliñado, que con el género literario que creó don Ramón María del Valle-Inclán.

Pero qué fácil lo habría tenido nuestro profesor si entonces hubiéramos contado en las aulas con el regalo de las nuevas tecnologías, como tienen ahora nuestros jóvenes. Habría buscado en la pizarra interactiva, con una rapidísima conexión a internet por fibra óptica y, en rigurosísimo directo, habríamos podido observar y ver y analizar, con todo detalle, la sesión de la Cámara Baja, donde los señores diputados electos juraban sus cargos para afrontar una nueva legislatura.

Y, en pleno directo, habríamos sido testigos del mejor ejemplo de esperpento que una mente de adolescente pudiera pensar. Esperpento, porque unos políticos que están en prisión han podido, desde la cárcel, presentarse como candidatos a unas elecciones, basando su campaña en defender una causa, que es por la que han sido encarcelados y están siendo juzgados.

Esperpento, porque estando a la espera de una sentencia, se les permite desobedecer las instrucciones que dicta el Tribunal Supremo y regodearse, con absoluto cachondeo, de la justicia española, vertiendo sobre ella falacias inadmisibles, al son que les toca, desde Bruselas, y entre otros, monsieur Puigdemont.

Esperpento, porque algunos diputados electos se disponen a jurar el respeto a una Constitución Española, de la manera más irrespetuosa que puede uno imaginar, y se les permite aludir en su juramento a su incesante lucha por una inexistente, todavía, República Catalana.

Esperpento, por la incapacidad manifiesta que muestra la presidenta del Congreso de los Diputados en controlar una sesión llena de anécdotas increíbles e irrepetibles, hasta la fecha, y pasar la pelota al Tribunal Supremo para intentar que sean los jueces los que pongan orden en tal despropósito.

Esperpento, finalmente, porque los protagonistas de la sesión del día del juramento del cargo en la Cámara Baja, son los que esbozan la sonrisa más amplia, fruto, no de su satisfacción por formar parte de los representantes de una nación que representan y respetan, sino del «cachondeo» supino por su mofa televisada a las más sagradas estancias de lo que representa al estado español.

Y, para dejar una constancia, visual y tierna de lo esperpéntico de la sesión, y no desentonar un ápice con lo que allí estaba ocurriendo, la presidencia de la mesa de edad la ocupaba un clon del mismísimo Valle-Inclán, el socialistadon Agustín Javier Zamarrón quien, con una dialéctica tintada de humor y sabia experiencia, apaciguó y clarificó un poco el aire turbio que se respiraba aquella mañana en el Congreso.