Algunos articulistas han escrito la palabra «odio» para referirse de manera figurada a lo que deben de haber sentido los aficionados franceses después de que Nadal consiguiera su decimosegundo Roland Garros. Se dice pronto: llevarse a casa un premio tan anhelado en doce ocasiones puede generarle una frustración insoportable a un público desafecto, máxime cuando el tenista español había dado síntomas de flaqueza.

¿Pero será cierto que algunos franceses odian a Nadal? Quiero pensar que no, sobre todo teniendo en cuenta que el tenis es un deporte noble y sofisticado, poco proclive a escaramuzas pasionales en las gradas y aún menos a peleas fuera del campo entre aficiones enconadas.

Dicho esto, conocemos cómo funciona la mente de determinadas personas y cómo proyectan los éxitos y los fracasos ajenos sobre sí mismos. Lord Byron escribió que «la felicidad nació gemela: todo el que la alcance debe compartirla». Este es quizá el motivo por el que algunos aficionados se toman tan en serio las victorias de deportistas con quienes ni siquiera han coincidido durante unos segundos en el ascensor: una mano invisible hace que parte de la felicidad de ese deportista cuando gana recale en ellos.

Intuyo que los deportistas de élite verán a sus seguidores más viscerales con una mezcla de agradecimiento, estupor e incluso miedo: los hay tan excesivos que parecen aún más felices que ellos mismos en el momento de alzar la copa.

Bien mirado, Rafa Nadal no debería generar odio hacia su persona, sino, a lo sumo, respeto o envidia. Su trayectoria, tanto humana como deportiva, ha sido intachable, y siempre se ha comportado con elegancia y humildad dentro y fuera del campo.

En un juego de palabras, puede que esto le haga odioso, pero nunca digno de ser odiado. Su esplendor y ejemplaridad en las canchas de la vida ennoblece el deporte del tenis, naciera en Montmartre o en Manacor.