Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser.

He conocido a personas que en pleno siglo XX, hace nada, eran capaces de salir al exterior sin su dosis diaria de información meteorológica, a pecho descubierto.

Héroes o dementes felices en su ignorancia, semejantes a marineros sin carta de navegación.

Individuos de Soria o Cáceres o Badajoz, que en su locura ancestral se atrevían a pisar la calle sin conocer el estado de la mar, sus marejadas y marejadillas y el viento que azotaba la bahía de Cádiz, por ejemplo.

Olas de calor que duraban dos meses y que no se llamaban olas, sino veranos. Niños y ancianos, sobre todo estos, que sabían de sobra que con cuarenta grados es mejor refugiarse en casa y evitar las horas centrales del día, y que no necesitaban que les recordaran que debían beber agua.

Seres superiores que afrontaban el fin del mundo sin más barrera que las persianas bajadas de día, y la ventana abierta de noche, y llegaban a septiembre tan anchos, sin golpes de calor, sin estigmas de supervivientes, acostumbrados a lidiar con el clima, que no con la climatología, de España, que no de la geografía española, por más que se empeñen los telediarios.

También he conocido unos informativos que hacían honor a su nombre y no eran una mera crónica de sucesos seguida de media hora de fútbol y otra del mapa del tiempo, sin locutores histéricos que cobraran por avisar tres meses antes de las previsiones para la Semana Santa o por asustar a la población con ciclogénesis y tormentas perfectas acompañadas por fotos de espectadores.

Nada que ver con la puesta en escena de ahora, con las metáforas manidas y las predicciones catastróficas y las advertencias sobre el infierno que se nos viene encima a la altura de los más elocuentes predicadores medievales que amenazaban con fuegos y tormentos eternos.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir. O de recuperar el sentido común y la cordura, aunque lo primero casi parece menos complicado.