Sonrisa perenne, gorra de chulapo a la extremeña, camisa bien remetida, chaleco con flor del tiempo y andares de reina mora. Le pusieron un nombre vulgar al que supo dotar de un original acento que sabía a revista de variedades y a anticipada chica Almodóvar. Siempre acompañado por su perrillo, paseaba coplas de la Piquer y efluvios de Varón Dandi por las esquinas más viejas.

Andaba buscando las puertas para salir de un armario al que en aquellos años pusieron un cerrojo por fuera. Era uno de los muchos arcoiris desteñidos fruto de los que, cara al sol, tienen por vocación opacar los colores. Después, destinado por fuerza a la soledad, fue lo feliz que ella le dejó. Nunca se le permitió un cuerpo cálido con el que desahogarse. Ni la caricia de una mirada amada. Ni un hombro donde posar la cabeza.

Se le ciñó la soledad a la cintura. Hasta que apretó tan fuerte como ella sabe que puede hacer para matar de pena. No murió dentro del armario, murió dentro de un baúl apolillado repleto de ajuares bordados con prejuicios pueblerinos. Porque sí.

Estas palabras van por él, que hoy se me apareció en el recuerdo, pero también por Lorca, por Freddy, por Safo, por Gertrude Stein, por Óscar Wilde, por Virginia Woolf... y por ti, que tienes derecho a querer a quien te dé la gana y porque el amor jamás será un error.

Feliz día del orgullo.