El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha situado la precampaña para su reelección en noviembre del 2020 en el lodazal que pretendía. Mediante la arremetida contra cuatro congresistas demócratas de perfil progresista y no blancas, ha enardecido a sus seguidores y ha movilizado el segmento más retardatario de la sociedad estadounidense. El griterío del auditorio reunido por Trump en una universidad sureña, que reclamaba al presidente la devolución a su país de origen de Ilhan Omar, una refugiada somalí nacionalizada que es representante por Minessota, es un paso más en el envilecimiento de la atmósfera política en un ámbito especialmente delicado: el de las pulsiones racistas que aún alberga EEUU más de medio siglo después de que entraran en vigor las leyes de derechos civiles.

La xenofobia de Trump no es ni oportunista ni ocasional, pensada solo para seguir en la Casa Blanca, sino que hunde sus raíces en la peor tradición de un nacionalismo y conservadurismo exacerbados, blanco y de ascendencia anglosajona. Al mismo tiempo, es un ingrediente eficacísimo para presentar al Partido Demócrata como una formación de izquierda radical, algo que por lo demás está bastante lejos de la realidad como se ha visto en la primera votación para poner en marcha el proceso de destitución contra el presidente, donde fueron mayoría los demócratas que optaron por el no. Pero eso importa menos que alimentar la estrategia de la tensión para alcanza la victoria.