Menos mal que el poco apreciado FMI acaba de subir la previsión de crecimiento de España, porque el debate de investidura nos ha dejado muy mal sabor de boca.

En el Congreso hemos visto tres cosas. Una, que la derecha, guardando las formas Pablo Casado y con demagogia Albert Rivera, se niega a una abstención que daría a Pedro Sánchez la posibilidad de gobernar sin mayoría, pero sin ataduras a Podemos. La derecha, sin atender a lo inmediato, prefiere que Sánchez gobierne con Podemos, apostando a que las cosas irán mal y así poder volver pronto a la Moncloa. Es una opción que parte del mundo económico -que debe invertir y jugarse su capital, o su crédito- ve con preocupación.

Dos, que Podemos hace condición sine qua non para la investidura de un gobierno de coalición en toda regla. Rechaza así lo que otros partidos de izquierda practican en Portugal o Dinamarca: pactos desde fuera del Gobierno -sabiendo que no pueden implementar su programa- para aplicar políticas socialdemócratas. Mejor la izquierda blanda que la derecha.

Tres, que un gobierno de coalición PSOE-Podemos es muy difícil porque no hay programa común. En el debate (intervención de Jaume Asens) se vio que las diferencias sobre Cataluña son demasiado fuertes. Un nuevo Estatut, con obligado referéndum de aprobación -y la no exclusión de otro 155 «si lo vuelven a hacer»- está muy lejos del referéndum de autodeterminación. Y el programa social de Sánchez se basa en su compatibilidad con las políticas europeas mientras que Iglesias cree que todo se puede implementar con independencia de la coyuntura y de lo que pase en Francia y Alemania. Como si la moneda única -el euro- fuese una simple formalidad. Podemos quiere actuar como si la experiencia Tsipras no hubiera existido y otra crisis fuera impensable.

POR ESO dice que quiere estar en el Gobierno para garantizar que se hace política social. Proclama que sospecha de Sánchez. Y Sánchez no se fía de Iglesias. Cuando en 1981 en Francia Mitterrand formó un Gobierno con los comunistas lo hizo tras haber negociado un programa común y haber ganado -con ese programa- las elecciones presidenciales. No tiene nada que ver con lo que pasa hoy en España.

Y sin embargo sería posible -quizás no probable- que la investidura acabe saliendo con una coalición acotada. En primer lugar, porque la prioridad es tener Gobierno. Llevamos mucho tiempo de inestabilidad y tanto la crisis catalana como las medidas presupuestarias y sociales no pueden irse demorando. Retrasar todo a setiembre en un clima más degradado, o a nuevas elecciones en noviembre, no es lo aconsejable. Además, la esperanza de muchos españoles, no únicamente de izquierdas, en un gobierno progresista no debería ser frustrada por la incapacidad de pacto.

Cuando Rufián (el nuevo) dijo que el PSOE en España, ERC en Cataluña y el PNV en Euskadi habían ganado con banderas de diálogo decía parte de la verdad, aunque no toda la verdad. Y esa rendija de «queremos entendernos» no debe ser sobrevalorada, pero tampoco ignorada.

Por otra parte, el peligro de una coalición sin programa común y con mucha falta de sintonía -nada que ver con la gran coalición alemana en la que el pacto se sobrepone a las diferencias, las desavenencias e incluso el infortunio electoral- es menos grave desde que Pablo Iglesias renunció a la vicepresidencia. Un gobierno bicéfalo, con dos presidentes paralelos, era inasumible. Nunca un gobierno puede ser la suma de dos gobiernos.

Una coalición con poca sintonía, pero acotada, es otra cosa. Y a Pedro Sánchez le conviene -tanto dentro como fuera de España- ser investido, no consumirse sin poder tomar decisiones hasta setiembre o noviembre. Por eso una coalición acotada no sería el mejor final de lo que hemos sufrido estos días, pero quizás si lo menos inconveniente.

Pero la coalición acotada exige que Pablo Iglesias admita que Podemos sería el socio menor (sin ser el moralmente el mayor), que sin programa común la coalición plena es imposible y que las grandes líneas políticas las marca el Consejo de Ministros, no los ministros, por muy progresistas que sean. Por último, Iglesias deber recordar su error del 2016 y no romper el anhelo de la mayoría de electores de centro y de izquierdas de un gobierno que abra caminos.

Cierto, una coalición acotada no lo tendría nada fácil y podría fracasar, pero sería mejor intentarlo que admitir, de entrada, que no puede haber Gobierno y frustrar a los más de 26 millones de españoles (el 71,7%) que el 28-A acudieron a las urnas.