Las novatadas universitarias no son una broma ni un juego inocente. No existen los juegos inocentes. Todos transmiten ideas y valores. Todos enseñan a vivir. Las novatadas transmiten la idea de que el poder y la autoridad van ligados no al talento, la sensatez o el respeto por el otro, sino al presunto grado que otorga la veteranía, a la arbitrariedad y a la falta de escrúpulos. Las novatadas enseñan que para integrarte en el grupo tienes que agachar la cabeza y dejarte humillar y, más adelante, ser tú el que humille al más débil -al recién llegado, al más joven, al que todavía no sabe...- .

Las novatadas no son una forma adecuada de acoger y conocer a la gente. Hay cientos de maneras más civilizadas de hacerlo. La novatadas se asemejan, de hecho, a una ceremonia arcaica de iniciación, un tipo de «rito de paso». Las ceremonias de iniciación son comunes en muchas sociedades tradicionales, están casi siempre asociadas a los varones (sirven para convertir en «machotes» a los jóvenes tras una primera educación a cargo de las mujeres), y consisten en someter al individuo a una experiencia traumática que simboliza la muerte del antiguo yo y el renacimiento a una nueva vida en el seno de grupos (el de los guerreros, la secta, la fraternidad, la «cosa nostra»...) notablemente jerarquizados. A quien tenga alergia al gregarismo, las cadenas de mando y la obediencia ciega, todo esto solo puede parecerle repugnante. De hecho -pero, sobre todo, de derecho- las sociedades que hoy tildamos de «modernas» lo son justo por haber superado estas formas primitivas de instituir los vínculos de pertenencia.

Además de promover el machismo, el sufrimiento gratuito, el servilismo o el aborregamiento, las novatadas obligan al consumo desaforado de alcohol (a imitación, no menos borreguil, de las fiestas universitarias norteamericanas) y pueden generar secuelas morales difíciles de superar, tanto en el agresor (que se daña a sí mismo) como en el agredido (una humillación no se olvida nunca, sobre todo si es injusta o gratuita, por mucho que uno intente «compensarla» infringiéndola a su vez a los que vienen detrás).

Las novatadas tienen, pues, que ser percibidas como una lacra, tal como lo son el acoso escolar o la violencia de género (de los que también se decía que eran cosas sin importancia o poco menos que tradiciones o fenómenos «naturales»). Y como la lacra que son, han de ser borradas del mapa. O bien ritualizadas hasta que de novatadas solo tengan, a lo sumo, el nombre.

Ahora bien, ¿cómo hacer para erradicarlas? Es obvio que las declaraciones retóricas y las sanciones no bastan. Las prohibiciones y el riesgo a ser atrapado suponen, seguramente, un atractivo más en «juegos» como este y, por ello, invitan a seguir participando en ellos de forma clandestina y más gravosa aún.

El principal obstáculo para acabar con las novatadas es que gran parte de las víctimas se presta voluntariamente a ellas. O bien porque no son muy conscientes de lo que significan, o bien porque lo entienden como el modo de evitar males mayores -como el aislamiento social o un acoso aún mayor y más prolongado-. Por lo que la solución pasa por dotar a los chicos de mayor conciencia crítica y de una firme fortaleza personal y moral.

A la universidad no se puede llegar siendo un pardillo. Puedes dominar cinco idiomas y tener matrículas de honor, pero si no eres capaz de analizar y juzgar una situación de forma personal o enhebrar un discurso crítico y argumentado frente a los balidos del rebaño y los gritos de quienes lo conducen, no serás más que carne de cañón para esos otros pardillos -los veteranos- más viejos y acomodados que tú.

Esa educación ética y crítica es imprescindible en la formación pre-universitaria. La escuela es el «rito de paso» en las sociedades civilizadas, que son civilizadas justo por educar a los jóvenes en la autonomía y la libertad individual, y no en el aborregamiento sectario. Puedo presumir que con muchos de mis alumnos los chulos de playa que pastorean las novatadas universitarias lo van a tener difícil. Ojalá esos alumnos fueran muchos más, para acabar así con esta práctica rancia, cuartelera y castrante.

* Profesor de filosofía