He caído en la cuenta, hace muy poco tiempo, de que los españoles cada vez incorporan más términos tomados del inglés a sus conversaciones cotidianas. Como llevo diez años fuera, estos cambios que, para los que viven allí, ocurren de manera progresiva, a mí se me presentan repentinos, recordándome mi lejanía y la evolución incontestable de la lengua, de la que no estoy siendo testigo. Desde que frecuento twitter, estoy asistiendo atónita al uso hispanohablante de vocablos como «crush» -un ligue, o alguien que te gusta-, «folks» -gente-, o incluso el calco «veinticuatro siete» -que quiere decir todo el tiempo--. No sólo se trata de que me estoy haciendo vieja y este vocabulario lo utilizan principalmente generaciones posteriores a la mía; tampoco mi extrañeza de debe a la fosilización de mi español en la época exacta de la partida, cuando ya se utilizaban anglicismos -como «táper»- pero diferentes; más bien, mi sorpresa radica en una combinación de ambos factores junto a la triste comprobación de que, en muchos casos, se importan estas palabras porque se hace lo mismo con ciertas prácticas y hábitos. Un ejemplo de ello sería el reciente festival celebrado en Badajoz ‘Callejeando Food Fest’, para el que se instalaron una serie de «food trucks» o puestos de comida.

La primera vez que vi un food truck fue en el año 2009, recién llegada a Austin, Texas, para comenzar mi máster. En una conocida calle comercial los había de fish and chips y de cookies, y yo probé ambos manjares no sin cierta desconfianza, pues me resultaba complicado entender que en el interior de una pequeña camioneta pudiera confeccionarse algún plato mínimamente salubre. Para mi sorpresa, la comida estaba sabrosa y, aunque seguí prefiriendo los menús más tradicionales, no empecé a hacerle ascos a este tipo de comida rápida hasta que me di cuenta de los residuos que generaban. Hoy, que trabajo en una universidad donde prácticamente todo el alumnado, el personal docente y administrativo recurren a las delicias de estos puestos sobre ruedas cada vez que tienen hambre, puedo asegurar mi absoluta aversión a ellos cuando contemplo, día a día, las papeleras llenas.

Los food trucks forman parte del paisaje urbano estadounidense y son la alternativa barata a un restaurante, así como la consecuencia de una cultura donde todo se mueve de manera acelerada y comer, con contadas excepciones -como Acción de Gracias- no constituye un ritual digno de tiempo sino una necesidad fisiológica que satisfacer de inmediato con el fin de permitir al ciudadano incorporarse de nuevo a la jornada laboral. Pueblan los festivales, pero también los centros financieros y las instituciones educativas. Pasan controles sanitarios y necesitan permisos para ocupar la calle; sin embargo, estos requisitos no han impedido su proliferación hasta el punto de que se han vuelto ubicuos. Uno se acerca, pide algo del menú y se lo sirven sin demora. Junto a las viandas, el cliente recibe otra mercancía: un recipiente de poliestireno para albergarlas, cubiertos de plástico, un puñado de servilletas, todo ello recogido en una bolsita también de plástico que suele llevar grabado un emoji sonriente que da las gracias. Así, el acto de acudir al food truck termina con la generación de una cantidad exagerada de residuos, lo cual se repite, por cierto, veinticuatro siete.

La última vez que estuve en España, caminando precisamente por las calles de Badajoz, noté que me apetecía un café para llevar. En Estados Unidos, acostumbrada a rehuir los food trucks, a veces caigo en la tentación de acudir a Starbucks los días que se me ha olvidado llevarme un termo de café al trabajo. Esa mañana pacense volvió a manifestarse el antojo de cafeína pero no tuve ningún establecimiento a mano que proporcionara la bebida en vaso desechable. Molesta inicialmente, me acerqué a la barra de un bar, me pedí un cortado y acabé por alegrarme tanto del sosiego de aquellos minutos como de los desperdicios que le estaba ahorrando al planeta. Como diría Muñoz Molina, inspirado por la filosofía oriental, en ocasiones el «no hacer» es mejor que el hacer dañino. También el hacer como antes puede superar al hacer de ahora, o el bar o el restaurante al food truck. Llamadme purista, pero el ánimo de no emplear anglicismos quizá sirva para evitar la basura que éstos producen a menudo.

*Escritora.