Hace un par de días me atormenta encontrarme en una disyuntiva tremenda en la que me cuesta enormemente tomar partido por una u otra de las dos opciones que la conforman. Y es que no se si reír o llorar cuando oigo a los políticos y catalanes independentistas manifestar sus comentarios y argumentos con respecto a la sentencia del llamado procés.

No sé si reír cuando dice Oriol Junqueras que más que impartir justicia lo que ha hecho el Tribunal Supremo es tomar venganza, o llorar porque el mismo Junqueras en el banquillo decía que él amaba a España y a los pueblos de España, como si el suyo fuera uno diferente, quizás uno del norte de Europa. No sé si reír cuando dice que esta sentencia le dará más fuerza para seguir por el camino «pacífico» de la República, o llorar por saber que, efectivamente, en las cárceles catalanas y bajo la tutela de la Generalitat harán, él y todos los demás condenados, lo que les salga del moño, mientras cumplen condena casera en sus dominios catalanes.

No sé si reír cuando oigo al honorablemente impresentable, Quim Torra, arengar a las masas de jóvenes adiestrados y aleccionados desde pequeños en las escuelas, o llorar cuando les miro a los ojos y los encuentro llenos de ira, de una ira enseñada, basada en mentiras acumuladas en sus cerebros a lo largo de los últimos cuarenta años.

Tampoco sé si reír cuando veo un hombre de mediana edad portando una bandera estelada y voceando con todas sus fuerzas por una Cataluña «lliure» o llorar por saber que, muy probablemente, se trate de un charnego, procedente de la Extremadura más profunda, que todavía le sigue esperando aquí para ser rescatada por él. Son esas personas que se vieron obligados a emigrar de su tierra a tierras catalanas y suelen ser más «catalanistas» que los propios nacidos allí, cuando ellos son los que debieran dar ejemplo de inclusión y no de exclusión, precisamente porque ellos mismos experimentaron las ventajas de ser acogidos en una tierra que los de allí, entonces, quisieron compartir con ellos.

No sé si reír cuando oigo a los políticos catalanes decir que todas las manifestaciones que allí se han puesto en marcha están todas impregnadas de un civismo ejemplar, y que son todas pacíficas, aunque lo denominen «Tsunami democratic», o llorar porque estoy seguro que todos, incluso ellos mismos, saben que de «tsunami» mucho pero de «democrático» muy poco.

No sé si reír cuando dice el presidente de la Generalitat, quien se tumba un sueldo al mes que haría temblar a cualquiera, que quiere ver al rey de España, al mismo que repudia cuando le viene en gana, y al que suele dar plantones públicamente y se queda tan fresco, o llorar por saber que muy posiblemente le veamos muy pronto ante Felipe VI explicándole las «paridas» que se le ocurran sobre esa república catalana que ellos se inventan y crean de manera muy democrática y cívica, eso sí, sin contar absolutamente con nadie del resto del país donde vive, y al único grito pacífico de «apreteu».

No sé si reír por este nuevo invento de la República Catalana o llorar porque si no hay un Gobierno estable en una España que consensue normas a las que se puedan ceñir y adaptarse las diferentes Comunidades Autónomas, no solamente llegará a ser una realidad la ahora quimérica república catalana, sino que aparecerán, posiblemente, otras repúblicas ibéricas nuevas, como la Valenciana o la Balear, y otras más desde las comunidades autónomas españolas donde a los niños, en las escuelas, se les prohíbe estudiar y hablar español y al Ministerio de Educación de turno le importa un bledo que así sea.

*Exdirector del IES Ágora de Cáceres.