La cuestión catalana ofrece infinidad de cuestiones sobre las que reflexionar. Todas dan para cientos de columnas de opinión. Todas urgentes, todas de hoy para mañana. Opiniones libérrimas, más o menos acertadas a la hora de vestirlas de letras; más o menos compartidas (por los hunos y los “hotros”). Pero solo una de esas cuestiones es la que desata el nudo gordiano. Solo una. Y convendría ir teniendo opinión sobre la tal cuestión. Urge, en realidad.

¿Estamos dispuestos a utilizar la más extrema de las violencias para salvaguardar la unidad de España? Esa es la pregunta a responder por todos y cada uno de nosotros. Por los que hemos jurado defender la sagrada unidad de la patria hasta la última gota de nuestra sangre y por los demás. Esa es la ‘ultima ratio’. Lo demás es fuego de artificio.

Convendría (y urge) saber la respuesta. Convendría saber si España renunciará o si España, por el contrario, ejercerá el derecho a la legitima defensa, cuando lo que está en peligro es su propia existencia. Lo demás es cuestión menor. Adorno. Mero adorno entre la vacuidad de los leguleyos y la verborrea de los opinadores.

A principios del pasado siglo todos los revolucionarios del orbe miraban con admiración a la que llamaban Rosa de Fuego. Barcelona, la de los odios desatados; entre la Semana Trágica y los sucesos de mayo del 37. Barcelona con b de barricada. Hoy otra vez, Barcelona, la de los burgueses desbordados por los dinamiteros. Otra vez, Rosa de Fuego. Y odio. Los separatistas han llegado al odio por el camino del egoísmo. ‘El nacionalismo es el egoísmo de los pueblos’. El nacionalismo pare monstruos. Pongamos por caso todos los criminales que incendian calles y corazones (los peores). Pongamos por caso.

Pero ante quienes pretenden romper España, España tiene, como todo orden vivo, el derecho a defenderse de quienes pretenden su destrucción. Utilizando la palabra, claro está. El sentido común, por supuesto. El pacto, sin duda. Y, en última instancia, también la fuerza, bruta y soberana, la que mana de la soberanía popular. Un pueblo, por cierto y por ventura, que mientras no nos derroten se sigue llamando español.

En tiempos de Carlos III nuestra artillería grababa en sus cañones la inscripción ‘ultima ratio regum’ (última razón de los reyes). Un aviso a navegantes. Un trasunto del ‘estos son mis poderes’ que dijera el cardenal Cisneros. Memorables palabras que el cardenal pronunció cuando la nobleza levantisca puso en duda su condición de Regente de Castilla; sin turbarse, y ante ellos, se acercó a una ventana y señaló las piezas de artillería formadas en el patio.

Eso dijo, sin sombra de soberbia, uno de los mejores, si no el mejor, de los gobernantes que ha tenido España. Y lo dijo porque el viejo cardenal estaba dispuesto a algo más que a rezar por su patria. ¿Estamos nosotros? ¿Estamos nosotros dispuestos a defender la ley con las armas que nos da la propia ley? ¿Estamos dispuestos a defender por las armas nuestra propia soberanía? Esa es la cuestión a la que debemos dar respuesta.

Desde el orgullo de pertenecer a una patria civilizada y civilizadora, desde la salvaguarda de nuestras libertades (las de todos), desde el respeto a un orden jurídico fundado en valores superiores,… ¿estamos dispuestos? ¿Estamos dispuestos frente a los que quieren levantar fronteras donde no las hay, frente a los que quieren levantar privilegios donde no los hay? Quizá la respuesta sea no. Quizá prefiramos callar y rendir la mirada (y las armas). Convendría saberlo, porque el artículo octavo de nuestra constitución (de momento) está vigente. Esa es la última ratio. Lo demás es adorno. Fuegos de artificio. Palique.