No recuerdo quien se quejaba hace tiempo de la falta de ambición de los jóvenes extremeños, muchos de los cuales - decía - «no aspiran más que a ser funcionarios». «No entiendo - añadía - que esos muchachos no quieran ganar más». Yo, sin embargo, lo entiendo perfectamente. Lo que quieren esos chicos no es ganar más, sino disfrutar de un empleo estable y en condiciones (laborales) que les permitan dedicar el mayor tiempo posible a su familia, sus amigos, sus placeres y sus aficiones. No es que sean, pues, poco ambiciosos -diría yo-, es que lo son de lo que más importa serlo.

Es cierto que a todas horas se nos intenta inculcar un modelo de vitalidad extraño a todo esto: el del tipo obsesivamente entregado al trabajo y la producción de beneficios. Así, nos ensalzan una y otra vez a esos patéticos personajes cuyo único mérito conocido es el de ganar mucho dinero, como si eso revelara alguna cualidad humana excepcional -y no, tan solo, una enfermiza pasión por acumular ganancias-, o como si amontonar millones tuviera algo que ver con disfrutar de una vida digna y feliz. Este repulsivo imaginario moral -de origen fundamentalmente anglosajón- se nos ha querido colar hasta las entrañas pero, ya ven, muchos de nuestros inconformistas chicos, lejos de conformarse con él, pasan de emular al negociante o al ejecutivo, porque lo que quieren no es más dinero, sino más tiempo para vivir.

Fíjense que aunque en la actualidad vivimos mucho más tiempo, en cierto sentido apenas tenemos tiempo para vivir. Nuestra economía está fundada en la subordinación de los ritmos vitales al tiempo planificado de la producción y el consumo. No solo se trata de «trabajar más para ganar más» -nos dicen-, sino de «ganar más para consumir más», garantizando así la producción y el trabajo necesario para pagar lo que consumimos. De este modo, no solo se nos incita a producir y trabajar sin descanso, sino también a consumar el tiempo restante en consumir (esa suerte de droga cuya ilusión inducida es la de vivir un presente continuo de novedad y euforia -parecido al de un niño desenvolviendo un regalo tras otro- y en fuga permanente de todo asomo de sinsentido). Y no digo yo que todos esos chicos que «prefieren ser funcionarios a ganar más» no sean consumistas, pero si que intuyen el absurdo que supone malvender su tiempo para comprar la plenitud e inmortalidad fingida que proporcionan la acumulación y el consumo.

Pero es que resulta, además, que estos «poco ambiciosos jóvenes» son -lo sepan o no- los verdaderos adalides, hoy, del progreso. Del progreso que supone admitir que el progreso ha de admitir límites, algo sobre lo cual caben ya muy pocas dudas: al ritmo de crecimiento (producción y consumo) que llevamos, no hay ecosistema que nos permita llegar a fin de siglo. Por ello, empeñarse en la filosofía del «ganar más» es, como diría el filósofo Serge Latouche, despeñarse en un suicidio colectivo.

El crecimiento no es ya la solución, sino el principal problema del mundo. Tan inminente parece -a todas luces- el colapso (energético, climático, social) provocado por dos siglos de desarrollo capitalista (más medio de neoliberalismo depredador) que apenas es viable ya la componenda del «desarrollo sostenible». Por ello, muchos pensadores y economistas abogan por el decrecimiento.

El decrecimiento es un movimiento político que propone trabajar, producir y consumir cada vez menos, no solo para evitar el colapso medioambiental y las consecuencias de un crecimiento negativo (repartiendo el trabajo y los beneficios) sino, sobre todo, para «vivir mejor». Las tesis decrecionistas implican, pues, una propuesta moral que se remonta a las viejas escuelas helenísticas (estoicos, epicúreos, cínicos), según las cuales el secreto de una vida digna y feliz no es la posesión de riquezas, sino la austeridad, la sabiduría y el cultivo de los afectos. En este sentido, el apego de nuestros jóvenes al espíritu latino del «trabaja para vivir (y no vivas para trabajar)», más que una rémora para el futuro representa una cierta esperanza de tenerlo, fiada, además, al amor por nuestras raíces culturales. Más equivocados no pueden estar quienes los critican.

*Profesor de Filosofía.