Aveces les suelto a mis alumnos la típica «filípica de los niños pobres». Ya saben, aquello de «no sabéis la suerte que tenéis por venir a la escuela en lugar de estar trabajando o malviviendo como otros chicos de vuestra edad». La moralina es un poco tramposa («siempre hay algo peor, así que confórmate con lo que se te da») pero sirve, en ocasiones, para debatir sobre el asunto: ¿por qué algunos niños y adolescente pueden ir a la escuela y otros no?

Para actualizar el tema saco a colación la polémica en torno a los ‘menas’, los menores inmigrantes que han llegado solos a nuestro país y a los que, desde algunos sectores -siempre fieros con los más débiles- se pretende estigmatizar. ¿Por qué algunos niños disponen de un entorno seguro en el que se les cuida y educa -les pregunto entonces- y otros tiene que emigrar para ganarse -o salvar- la vida?

Lo primero que me dicen algunos es que la diferencia es justa, pues se debe al mérito y el esfuerzo. Unos chicos (ellos) han venido al mundo en un país o familia que trabaja duro para lograr todo lo que tiene -me dicen- y otros (los ‘menas’) no. Mis alumnos -ingenuos y nuevos ricos- han olvidado que durante siglos sus antepasados trabajaron como burros y fueron pobres como ratas (o como inmigrantes). Pero incluso aunque tuvieran razón, y la riqueza de un país se debiera al trabajo honesto de sus habitantes, ¿qué mérito o culpa tendría ningún niño de venir al mundo en un país de «trabajadores» o en otro de presuntos «vagos»?

Cuando al fin se convencen de que la virtud no se hereda, y de que el nacer aquí o allí no tiene mérito alguno, abandonan el criterio de justicia y acuden al de legalidad. «Si vienen con papeles, bien, pero si han entrado ilegalmente hay que expulsarlos» -dice alguno con rictus de fiscal-. Dura lex, sed lex. Ahora bien, independientemente de que nuestras leyes obligan a amparar a todo menor en situación de vulnerabilidad, sean cuales sean sus circunstancias, ¿no es cierto, además, que las leyes -para ser legítimas- han de ser justas? ¿Y sería justo devolver a estos menores a la miseria y la violencia de la que huyen?

Una vez admitido que su concepto de justicia deja mucho que desear, y que las leyes, por si solas, no resuelven nada, algunos recurren al «nosotros primero» («¡es que también hay niños españoles pobres y abandonados!»); argumento que, o bien carece de fundamento (en España no hay niños no tutelados), o bien topa con la misma cuestión de antes (incluso suponiendo que «ser español» justificara estar primero en una imaginaria cola de niños necesitados, ¿qué culpa tendría un chaval de nacer en Tánger en vez de en Lugo?).

Eliminados los motivos anteriores, brota, al fin, el más contundente y emocional: «¡Es que vienen a delinquir!». Igual que antes, y haciendo caso omiso de los datos que la desmienten, les doy por buena la hipótesis. Vale -les digo-, ¿y qué haríais vosotros en su lugar? Como se quedan callados, les pregunto: ¿Habéis visto Joker? (la superproducción de moda, una buena peli para adolescentes). Pues bien -les cuento- si siendo un niño me hubiera tocado a mí escapar del hambre o la guerra, cruzar solo miles de kilómetros, ser asaltado, acosado, y jugarme la vida en una patera para que, al final, en lugar de cuidarme o ayudarme, se me atacase y tratase como a una escoria... ¡Os juro que a mi lado el Joker iba a parecer una hermanita de la caridad!... «¡Hala, profe, entonces serías malo!» -exclaman-. A veces -les provoco- ser malo parece la única forma de salvar la dignidad y luchar por la justicia. «Pero entonces -repara uno- sí que estaría justificado castigar o expulsar a esos niños». «¡Con lo que se volverían más rabiosos y malos aún!» -dice otro-. «¡Sería la guerra!» -añade el primero-. Violencia o justicia. ¿Hay alguna otra alternativa? -les pregunto entonces yo-. «Sí -dice alguien-: que luchen pacífica y políticamente para cambiar las cosas. Aunque para eso -continua tras un momento de reflexión- tendrían que ir a la escuela, y tener cultura, y papeles, y gente que los apoye, y...» «¡Vamos -le interrumpen-: ser como nosotros!». Equilicuá, pienso yo, mientras me delata una sonrisa.

*Profesor de Filosofía.