En el tránsito de un año al otro, casi todos nos marcamos una serie de propósitos que, con el paso de los días, vamos olvidando o, en el mejor de los casos, dejando para mañana. Por supuesto, con ese ‘deja vú’, tan español, no me refiero sólo a cuestiones que afectan directamente a nuestras vidas, sino a otras más generales que tienen que ver con la vida de personas que viven en nuestro entorno, con las que nos cruzamos a diario sin mirarlas y, cómo no, a esas otras cuyas vidas percibimos muy alejadas de la nuestra, sin pensar que, alguna vez, también nosotros podemos estar en su situación.

Para explicar lo que digo haría un par de preguntas, no tan retóricas - que me voy a permitir contestarme -, sobre propósitos que dependen exclusivamente de nuestra voluntad. ¿Cuántos de nosotros nos hemos prometido que este año dejaremos de fumar o beber?. ¿Y cuántos hacer deporte y comer sano para bajar el colesterol, los triglicéridos o el azúcar?. Supongo que todos. Lo que pasa es que, transcurridos los días, vamos aplazando la decisión sobre esos propósitos: El deporte, hasta que llegue el buen tiempo y el tabaco, la bebida y el régimen para después de esa boda o fiesta en las que el ambiente nos obligará a fumar un cigarrillo, un puro y, por supuesto, a tomar unas copas; y a comer lo que no debemos. Más o menos como ‘el vuelva usted mañana’ de la añeja burocracia patria.

Pero en los días fronterizos entre dos años, no solo nos prometemos mejorar nuestras vidas, sino las de las gentes que pisan las mismas calles que nosotros, aunque nos sean extrañas. En este caso, a veces bastaría con un ‘buenos días’ y una sonrisa, aunque también sería conveniente un poco de comprensión y, lo más importante, intentar ponernos en el lugar de esos desconocidos con los que nos cruzamos a diario, huyendo de los lugares comunes que cada día nos llegan a través de las redes sociales. Por supuesto, me estoy refiriendo a las personas que viven en la calle -invisibles la mayoría de las veces-, o a aquellas otras que abandonaron a sus familias y sus países buscando una vida mejor. Una vida en realidad.

Hablo de los inmigrantes, a los que deberíamos tratar con más respeto. Sobre todo los extremeños que, en un pasado no muy lejano, tuvieron (tuvimos) que emigrar. Y fue muy duro. Por eso no deja de extrañarme que prestemos oídos a algunos desalmados que acusan, a quienes han venido de fuera, de robarnos el trabajo, cuando en realidad cuidan a nuestros mayores o realizan las tareas más duras que, en algunos casos, los de aquí no queremos hacer.

Sería bueno, por tanto, que mostráramos más empatía con esas personas que sufren la soledad, sobre todo durante las fiestas familiares que tanto valoramos, para intentar que sus familias, a miles de kilómetros en muchos casos, salgan adelante. Con ellos, nuestra solidaridad se limita en muchos casos a echar una lagrimita cuando la tele nos ofrece las duras imágenes de unas personas muertas en el naufragio de una patera; sobre todo si entre los muertos hay algún niño.

Porque sí, lloramos a los inmigrantes muertos, pero el sufrimiento de los supervivientes no nos conmueve. Por mi parte, intentaré que no se me olvide este buen propósito. Sobre los que afectan a mi vida, seguro que haré como la mayoría.

* Periodista