Se debate estos días en Francia la legalización de la asistencia sexual a personas con diversidad funcional incapaces de satisfacer por sí mismas sus deseos o necesidades sexuales, algo que ya ocurre -sufragado en ocasiones por el Estado- en otros países como Suiza, Alemania, Bélgica, Holanda o Dinamarca. El Comité Consultivo de Ética -una institución muy reputada en Francia- ya se pronunció hace años en contra de este mismo proyecto, al afirmar que tales prácticas suponían un uso mercantil del cuerpo humano similar al de la prostitución. La actual secretaria de Estado de Discapacidad, Sophie Cluzel, cree, sin embargo, que la percepción social puede haber cambiado en cuanto a lo que supone «condenar a las personas con discapacidad a una abstinencia no elegida». La polémica está servida. Vayamos, pues, por partes.

¿Es en primer lugar la asistencia sexual una forma de prostitución? Si hacemos abstracción de las circunstancias en que suele darse la prostitución y nos atenemos a lo esencial (la compraventa de un servicio sexual), la respuesta es sí. La diferencia sería, a lo sumo, de grado. Así, el asistente se limita a facilitar la actividad sexual de las personas a las que asiste empleando únicamente sus manos. Esto no supone una relación sexual completa (si bien hay modalidades de asistencia en que esta sí se da), pero sí un servicio sexual. Es por esto que un abolicionismo sin matices tenga que oponerse a la legalización de la asistencia sexual entendiéndola como una forma más de prostitución, y que, a viceversa, una defensa sin matices de la asistencia sexual tenga que aceptar la prostitución (legalizada y en condiciones laborales óptimas) como una prestación profesional más.

En segundo lugar, ¿supone la asistencia sexual un «uso mercantil del cuerpo» (de las mujeres especialmente, pues en ellas recaen habitualmente los cuidados, aunque también hay varones asistentes)? La respuesta es, de nuevo, sí. La cuestión aquí es si tal mercantilización es o no censurable y hasta qué punto; y hay que reparar a este respecto que todas las ocupaciones (que no se ejercen por pura vocación) suponen un grado de «mercantilización» de capacidades y disposiciones físicas o psíquicas: ya seamos un obrero manual o un profesor, todos, en cierto modo, «vendemos» nuestro cuerpo y/o nuestra mente por dinero.

Un asunto quizá más interesante es la cuestión de los derechos. ¿Tener la posibilidad de experimentar la propia sexualidad es un derecho? Quienes se oponen a la «asistencia sexual» afirman que los deseos sexuales no son necesidades que haya que satisfacer obligatoriamente, por lo que no son un derecho. De otro lado, los que defienden la asistencia sexual para discapacitados lo entienden como una extensión del derecho a la salud (desde el presupuesto de que el desarrollo de la sexualidad es parte de lo que se considera hoy una vida sana). En cualquier caso establecer qué merece ser un «derecho» no es una cuestión simple y depende siempre de nuestras creencias acerca de lo que sea o no necesario para llevar una vida digna o buena. Es obvio que podemos vivir sin sexo, pero también sin una vivienda decente, seguros sociales o educación. ¿Es entonces discutible la legitimidad de estos derechos ya consagrados?

El último de los argumento insiste en el asunto tan controvertido de la «dignidad». Los que se oponen a la asistencia sexual afirman que esta es indigna para el asistente por la mercantilización que (se) hace de su cuerpo, y para el asistido porque el sexo con otra persona «solo es digno si nace de una relación no mercantil». Por el contrario, los que defienden la asistencia sexual afirman que ayudar a una persona discapacitada a expresar su sexualidad no es más o menos digno que muchas otras prestaciones igual de comprometidas -o más- con la intimidad de los asistidos (desde cuidar la totalidad de sus cuerpos hasta escribir o leerles su correspondencia), y que la probabilidad de que muchos de ellos disfruten de una relación «normal» es tan remota que, antes de inhibir la función sexual con fármacos o dejarle la papeleta a la familia, es preferible -y más digno- la asistencia profesional. ¿Quién tiene razón?

*Profesor de Filosofía.