Mientras reordenamos la casa he recordado a Marie Kondo, la mujer que se ha hecho millonaria vendiendo libros sobre cómo organizar nuestras vidas con consejos como, por ejemplo, el de reducir a treinta los libros en el hogar.

Estas opiniones, paradójicas en quien ha vendido 30 millones de ejemplares de La magia del orden, ya recibieron en su momento la respuesta de gente del mundo de las letras, incapaces de aceptar ese reduccionismo libresco a 30 unidades. Leí con una sonrisa en los labios los comentarios de estos lectores insaciables, muy enfadados porque consideran a la Kondo poco menos que una amenaza contra el mundo de la cultura.

Y el caso es que, de algún modo, le doy la razón a ella: algunos deberíamos reducir nuestras bibliotecas, ahora bien, no a 30 ejemplares sino a 3.000. Pero yo no tengo 3.000 libros, tengo bastantes más, con la circunstancia agravante de que he leído la inmensa mayoría de ellos. (Como ni siquiera he abierto el manual de Marie Kondo, no sé si centra su agravio contra los libros no solo por el espacio que ocupan, sino también por el tiempo que les dedicamos).

El caso es que miro la pila de libros que he cribado (no los voy a tirar, tan solo los cambio de sitio) y me da por pensar en la paradoja de que tantos volúmenes provoquen desorden en casa a la vez que ordenan la mente y el espíritu. Mis libros son la estampa de un pasado redentor: los fui comprando y leyendo con pasión, convirtiendo así mi casa de soltero en una suerte de paraíso borgiano.

No me pesa tener tantos libros, sino carecer de espacio para cobijarlos. Los libros no deberían ser nunca un estorbo, sino una promesa de salvación, sobre todo cuando uno los lee en vez de utilizarlos como meros artículos decorativos.

Puestos a elegir, prefiero reducir el espacio de lo que me viste por fuera (la ropa) y cedérselo a esos libros amigos que me visten por dentro.

*Escritor.