Mi hermano tiene una bulldog francesa con un alto sentido del ridículo. Una vez, le puso un disfraz, y la perrita se quedó como paralizada. Desde entonces, no lo ha vuelto a intentar, porque la experiencia no pareció resultarle agradable. Y porque, hasta que no le quitó los ropajes, parecía víctima de una catalepsia sobrevenida. Fue desvestirla, y volver a su estado natural. Esto es: toda alegría y dinamismo. Vamos, como el conejito de Duracell cuando le ponían pilas nuevas. A muchas personas, en cambio, parece ocurrirles lo contrario que a Bimba, que así es como se llama la linda mascota de mi hermano. Es taparse o pinturrajearse la cara y vestirse con un pingo cualquiera, y derribar todos los muros del sentido del ridículo. Y es que el carnaval consiste en eso: en dejar colgada la vergüenza en el armario y disfrutar sin las rigideces y protocolos del día a día. Luego, los límites ya se los fija cada cual. Porque, dadas las circunstancias particulares de la fiesta, también hay quien se pasa de frenada y acaba dándose de bruces con el pavimento de cualquier plaza o esquina. Y les estoy hablando en sentido literal y figurado al mismo tiempo. Ya me entienden… El caso es que la fiesta del carnaval ayuda a que mucha gente se muestre realmente como es, sin necesidad de preocuparse tanto por las apariencias o el qué dirán. Aquello del «¿A quién le importa lo que yo haga? ¿A quién le importa lo que yo diga? Yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré» que escribieron Berlanga y Canut. Y el carnaval no viene a ser otra cosa que un periodo en que los márgenes de la libertad se ensanchan. Habrá quien piense que esa libertad para ser y actuar existe sin necesidad de que sea carnaval. Pero, aunque parezca que, con el paso de los años, hemos conquistando nuevas parcelas de libertad, a veces, da la impresión de que hemos retrocedido con respecto a los 80 y 90. Porque la piel de todos es ahora más fina. Porque cada vez se tolera menos a quien osa salirse del carril. Y porque da la sensación de que vivimos un carnaval siniestro todo el año, por la cantidad de máscaras y disfraces con los que, a diario, se tapan ideas, sentimientos y deseos. A Bimba siguen sin gustarle los disfraces. Pero hay personas que no se los quitan en toda su vida. *Diplomado en Magisterio.