Así (‘Hinausgekrönt’ en el original) se titula uno de los poemas más enigmáticos y fascinantes de Paul Celan, quizás el mayor poeta del siglo XX. El poema habla del «disipado con putas y rameras», y, como otros cantos emblemáticos de Celan, muestra su solidaridad con los parias del mundo y los «nombres embebidos / de cada exilio».

Esta semana ha vuelto a estar monopolizada por las repercusiones del coronavirus y, en un discreto segundo plano, por el ajetreo en el seno de la Corona.

El pasado domingo, Felipe VI anunciaba en un comunicado que renunciaba a la herencia millonaria que su padre, Juan Carlos I, había ido acumulando en paraísos fiscales, de Suiza a Panamá, y de la que el rey actual sabía, al menos, desde hace casi un año. Asimismo, le retiraba a su padre la asignación de los presupuestos generales del Estado. El hijo le quita la paga al papi, y reniega de él, cuando ve que los trapos son tan sucios que lo pueden contagiar.

Como dijera Ignacio Escolar en un agudo artículo, sacrificar al padre para salvar la corona es una larga tradición entre los Borbones, y es lo mismo que Juan Carlos I hizo con su padre, Don Juan, otro que también tenía dinero en Suiza. Lo malo, para el actual rey, es que la cosa, para muchos españoles, ya no cuela, y menos en estas circunstancias. Su discurso del miércoles, después de hacerse esperar tanto, decepcionó hasta a los monárquicos. Impresionante la cacerolada que lo acogió en Cáceres, una ciudad con fama de ser de derechas (mentira cochina, lo que fue durante mucho tiempo fue una ciudad con una derecha unida y una izquierda dividida y llena de ineptos).

Frente a la emoción del discurso de Sánchez el sábado, o de Macron y Merkel (ambos tiraron de lenguaje bélico, «estamos en guerra» dijo el primero; «el mayor desafío desde la Segunda Guerra Mundial», afirmó la segunda), Felipe VI soltó una sarta de tópicos previsibles porque, al fin y al cabo, había que cumplir y decir algo. De los escándalos de su padre, ni mu, en un silencio clamoroso, perdiendo la oportunidad de pedir disculpas en su nombre, pues las corruptelas de Juan Carlos I han salido a la luz en momentos en los que la gente lo está pasando muy mal, aún peor que cuando, en plena crisis, salió a la luz el asunto de su cacería de elefantes y su amada Corinna.

¿De verdad necesitaban los ciudadanos que el rey les hablara como un padre a un niño para saber que deben «resistir, aguantar y adaptar nuestros modos de vida y nuestros comportamientos a las indicaciones de nuestras autoridades y a las recomendaciones de nuestros expertos»? La gente ya lo hace, desde el primer día las calles de Cáceres están vacías salvo de quienes pasean al perro o van a comprar y da muestras de una entereza y solidaridad llena de gestos conmovedores.

Hace unos días, llegué al supermercado justo cuando acababan de cerrar y aunque dije que solo quería comprar pan, no me dejaron pasar. Cuando me iba, un hombre que llevaba la máscara puesta, paró su coche y me ofreció su barra de pan. No la tomé pero le agradecí el gesto. Esa es la sociedad española, unida y compasiva, frente a las caricaturas de independentistas vascos y catalanes (de los segundos no se puede esperar nada, pero si fuera votante del PNV se me caería la cara de vergüenza al oír a Urkullu protestando porque le quitaran competencias; si fuera Bruselas les darían lo que quisieran, con esa mentalidad de republiquilla advenediza).

El poema de Celan terminaba: «Y sube una tierra, la nuestra, / esta. / Y no enviamos / a ninguno de los nuestros abajo, / Babel». En la globalizada sociedad babélica en la que vivimos, muchos nos sentimos más cerca de los chinos e italianos que resisten a la plaga que de los monarcas que se burlan de sus súbditos y atesoran en paraísos fiscales.

* Escritor