Es una cuestión de voluntad, pero hay gente que no es consciente de la situación en la que estamos, en la que todos debemos echar una mano». Lo dice alguien que trabaja con colectivos vulnerables, y se refiere en concreto al problema de las personas sin hogar en Badajoz. Es inaudito, por no decir tristísimo, trágico e incomprensible, que en plena crisis sanitaria se haya dejado en las calles de Badajoz, bajo un cielo desfavorecedor, a la gente más desamparada, a los que no tienen nada, ni conciencia de ser depositarios de derechos.

El albergue que desde hace cuatro años se abre en la calle Bravo Murillo coincidiendo con la ola de frío durante los meses más desangelados, para que las personas sin hogar tengan la opción de no pasar la noche al raso, tuvo que cerrar. Las instalaciones no reunían las condiciones que exige Sanidad en la situación actual de alarma, ni higiénicas, ni de limpieza, ni por el espacio de separación exigido. Ni siguiera había voluntarios suficientes, pues la mayoría eran mayores y por tanto forman parte del colectivo de mayor riesgo de esta enfermedad que está poniendo a todos los estamentos de bruces. El albergue cerró y su cierre pasó desapercibido. Cada día acudían al centro entre 18 y 20 personas, con lo difícil que resulta asentar a esta población, tan hetorogénea, tan dispersa y que tantos problemas arrastra. Allí se aseguraban una cena caliente, una ducha, ropa limpia y una cama. Cerró y retomaron su historia en la calle. Cerró porque allí no podían garantizar que no se contagiasen de ese virus global y se lanzaron a reanudar su vida a la intemperie, sin amparo, mientras el resto del mundo se confinaba en sus casas. Qué incongruencia.

Al mismo tiempo que en otras ciudades veíamos cómo el Ejército habilitaba instalaciones para estas personas sin hogar, pabellones enormes con militares a su cargo, en Badajoz han ido pasando los días: los primeros en la ignorancia, porque no había corrido la voz de quienes no la tienen, y los siguientes porque administraciones y oenegés no eran capaces de ponerse de acuerdo para reabrir un recurso de tremenda envergadura. Que si la vigilancia, que si la alimentación. Más de siete días, con sus siete noches, ha tardado en reabrir. No dudo de que habrá sido difícil y complicado, pero en otros sitios se ha hecho antes y las dimensiones eran muchísimo mayores. Nada que ver con Badajoz.

Esto de que las competencias estén tan divididas se pone en evidencia en situaciones como ésta. Vaya por delante mi absoluto respeto por la labor que desarrollan los militares, evidenciada en sus misiones humanitarias en otros países y en situaciones de emergencia en su propia tierra. Su presencia siempre es tranquilizadora, son la demostración viva de que el Estado funciona. Pero no acabo de entender algunas decisiones. No comprendo el despliegue por parques, calles y estaciones de Badajoz en las que no hay nadie. El martes un numeroso grupo de efectivos de la Unidad Militar de Emergencias (UME) se trasladó de Sevilla a Badajoz para desinfectar la estación de trenes, una labor que bien se podría hacer con los medios propios de los que dispone la ciudad, y que además no tenía mucho sentido en unas instalaciones que, lejos de lo que pueda ocurrir en Madrid, no soportan precisamente aglomeraciones. La mañana del martes no llegaron a diez los viajeros que la pisaron, con cuidado, claro, por los charcos de lejía. Y mientras tanto, el albergue de las personas sin hogar seguía cerrado porque nadie daba con la tecla de cómo garantizar la vigilancia. No es caridad, es empatía.