El gusano de seda es la única especie que necesita de otra, el ser humano, para sobrevivir. Si no fuera por el hombre no sería capaz de acceder a la comida. Los huevos de aquellos gusanos de los que les hablaba el año pasado ya han nacido, al abrigo de esta primavera que no acaba de llegar para nadie, en un planeta Tierra que, en unos días, ha cambiado de repente y para siempre.

Ahora la especie pretendidamente superior que lo alimentaba está en jaque y por un organismo (algunos dudan de que sea una forma de vida) que ni si quiera se puede ver más que al microscopio electrónico de millones de aumentos.

Estamos hechos de fragilidad, por dentro y por fuera. Somos vulnerables, necesitamos de otros seres para vivir, empezando por las propias bacterias intestinales, sin contar con los que nos sirven de alimento. Pero hay otra fragilidad de la que no nos habíamos percatado: necesitamos el contacto diario con nuestros semejantes. Necesitamos hablar, besar, palpar, e incluso enfadarnos con los demás para sentirnos vivos.

De pronto, muchas cosas han empezado a tener sentido, solo porque nos faltan. Nunca pensé que limpiar el salón iba a ser un oasis, que iba a desear con todas mis fuerzas visitar a mis suegros, que la voz de mi padre y hermanos por el teléfono me iba a tranquilizar tanto. Nunca pensé que bajar a por el pan -de lo que me escaqueaba cuando podía- se convertiría en una gran excursión o que un vecino canturreando en el balcón iba a llenarme de tanta alegría.

Mientras dure esta cuarentena miraré los gusanos de seda, ajenos a todo este trajín a su alrededor, en el que las familias permanecen enjauladas, volviendo sus ojos a los libros, a la música, a la conversación perdida, vulnerables y frágiles, con un futuro incierto, más incierto que el de ellos que, como el virus, llegaron desde oriente. Refrán: La pera no espera, el gusano se le apodera.

*Periodista.