Quedarse en casa, sin salir nada más que para lo imprescindible, tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas, si uno sabe aprovecharlo y, sobre todo, si pertenece al gremio de los que están a un paso del síndrome de Diógenes sensiblero. Cómo voy a tirar esto, ya lo utilizaré, ya llegará una tarde en que lo necesitemos y entonces me agradecerás que no lo haya tirado. Y sí, llega esa tarde pero no recordamos dónde lo pusimos, si aquí arriba o en el trastero, ese cuarto oscuro donde se revela todo lo que fuimos o quisimos ser algún día.

El viaje más largo puede empezar sin poner un pie fuera de casa. Basta con abrir uno de esos cajones del salón, por ejemplo, donde se agolpan cargadores usados, sobres con contenido misterioso, facturas de cuando no había ordenadores, y móviles caídos en desgracia. Como en un juego de cajas chinas, cada sobre te lleva a otros momentos, y cada móvil, si puedes encenderlo, te conduce a una época de hace veinte años y veinte kilos menos, cuando el mundo parecía inventarse solo para que tú lo vieras. El mapa del tesoro empieza en estos cajones, y marca un camino que va desde el fondo de los armarios a sus altillos, verdaderas máquinas del tiempo.

Ropa de una talla que no volveremos a usar, el mantel que nunca acabamos de bordar y que se convirtió en la pesadilla de las clases de trabajos manuales, cuando los trabajos de las chicas eran bordar y coser, y los de los chicos, recortar con la sierra. Este mantel huele a tardes de sopor, y su olor se mezcla con las cartas de personas que una vez fueron importantes en tu vida. En cada línea (ahora tienes tiempo para leerlas), hasta en las insulsas, late la pulsión de tu época de estudiante, el café de las mañanas, el color amarillento de algunos libros, el sabor de una piel para la que siempre te ponías unos pendientes de plata que también has encontrado, manchados de herrumbre. Parece mentira lo que te costó quitártelos, creerte, como te decían, que el tiempo borra todo. Lástima que solo lo aprendamos cuando se borra, y no antes. Fotos, anillos, trozos de papel... arañazos, caricias, estallidos de vida, risas al ver los pelos que teníamos, las piernas de alambre, las manos congeladas en las imágenes que ahora miras como si las vieras por primera vez.

Esto también pasará, seguro. Y en los cajones y altillos, seguirán guardados no los restos de un naufragio sino los cimientos de esta civilización. Hace falta algo más que un confinamiento en casa para que yo me desprenda de la camiseta que llevaba cuando la persona que hoy sigue a mi lado me dio el primer beso. Ha perdido el color, y el elástico ya no responde a su nombre, pero cuenta la historia de un momento que entonces parecía imposible, así que no deja de ser un mensaje de esperanza, tan necesaria para todos nosotros.

*Profesora y escritora.