La anchura del dolor se me ha hecho bola. Llevo días hecha una roca. No lloro, no me lamento, no empatizo, no tengo insomnio, tampoco tengo apetito. No es que tenga seca la garganta, es que tengo seca el alma, porque la tos de un ciudadano en China, se ha transformado en el metafórico aleteo de una mariposa mortífera. La bruja negra, la mariposa del país de los muertos.

Dicen que algunas personas suelen confundir a esta mariposa infernal, con los murciélagos, por su gran tamaño y tonalidad oscura. Además, su falta de colores vivos, como sucede con el resto de mariposas, la convierte en portadora de malos augurios. Se alimentan de malicia. Del purgatorio, viajaron al infierno. Son las auténticas repartidoras del destino: moiras malas, llamadas así por la mitología griega. Moiras encargadas de cortar el hilo de la vida.

De algún modo, en estos días de espanto acumulado y televisado, una se queda un poco muerta; sin alas, estampada como una flor contra la pared; un retablo de cadáveres en la catedral del mundo... Perdonen la crudeza y la falta de belleza. Pero por más que intento evadirme, hasta el vuelo de una mariposa se me hace bola.

Hoy me he levantado con un tajo del tamaño del Tranco del Diablo. Soy incapaz de darle forma al sudario de sentimientos que caldea y agiganta mis abismos. Sólo sé que cuanto alcanza la vista, desprende refulgencia de vía crucis; que el plomo se licua, aterido, por la nervadura gótica de mis pensamientos y que, aún cuando busco en la bóveda del cielo, una mínima estrella, ésta, se vuelve efímera y se marcha fugaz hacia algún extraño confín, donde, quiero suponer, están ahora nuestros muertos.

Hasta los besos se han vuelto fugitivos. ¡Y yo que pensaba que la tristeza era el estado de ánimo más propicio para la creación! Pero he de decir la verdad, esta tristeza pandémica, me ha llevado al borde de la derrota. ¡Tanta gente muriendo en silencio!

Dicen, que ahí afuera, chirría la primavera. Una primavera huérfana, solitaria, que aletea por un parque sin parejas; sin bodas a la vista ni primeras comuniones.

La vida se quedó colgada en la percha el pasado 9 de marzo, incluso mucho antes, pero resulta que no lo sabíamos. Intento recordar el último día antes de que estallara la pandemia, memorizar la última ráfaga de libertad; la última compra, la última cerveza, la última palabra. Nada. En mi cabeza, todo se vuelve bosque. Como si antes de la pandemia, nada hubiera existido en realidad; o fuera pecado pensarlo, por la borrachera de felicidad en la que vivíamos, sin apreciarlo.

Los aplausos depositan las ocho en el reloj de un tiempo detenido; es entonces, cuando se quiebran los muros de los hospitales y se adentra en ellos, la poquita vida que chorrea desde los balcones, a las calles... Las pobres flores que, impensadamente, le han brotado a esta primavera insólita.

Cinco minutos de país. Mano a mano, remendamos al hombre medio roto, que pregunta ¿dónde están las balas? ¿dónde, dónde el enemigo?

Salgo a mi balcón y aplaudo, pero también hoy se me hace bola. Cierto es, que son los cinco minutos más hermosos del día, cinco minutos de país. Hasta me preparo para la cita: una camiseta limpia, unos vaqueros, las botas, como si fuera a bajar a la calle. Me lavo los dientes, me miro al espejo, me peino y me echo mi perfume de los momentos bonitos. El ritual, vaya, de cualquier escapada a la calle, antes de la pandemia.

Salgo a mi balcón vestida como para un baile o una celebración. ¡Quién sabe, tal vez para ir a un gran funeral! Sí, porque dentro ya de casa, una vuelve al salón, a la rutina del dolor: se anuncian muertes cercanas. Y la televisión, con su aleteo de moiras, arroja partes de baja, a ritmo de marcha trágica y funeraria.

*Periodista.