Lo que se esperaba del presidente del Gobierno era una nueva prórroga del estado de alarma. Estaba en el ánimo y el pensamiento de todos, como lo está ya la costumbre de que comparezca los sábados. No ha sido así, sin embargo, lo que solo se explica por lo anómalo que hubiera sido anunciar una segunda prórroga sin haber empezado aún la primera, que empezó ayer. Pero era lo que se esperaba, lo que podía esperarse, incluso con el pronóstico favorable sobre la evolución del virus, cuya curva tiende a estabilizarse e incluso parece descender, según Fernando Simón. Incluso así. Y es que enfrente de las gráficas están las cifras, incontestables: 500, 600, 700 muertos cada 24 horas (838 el domingo). Y están los hechos: hoteles y pabellones habilitados como hospitales, alto porcentaje de contagios entre los profesionales sanitarios, improvisación de morgues por la saturación de las funerarias, repetición de casos positivos después de dos semanas... Se daba por hecho el anuncio de una nueva prórroga, aunque ahora correspondiera la ampliación del confinamiento, también.
Junto a la curva de contagios está la del optimismo, que se dispara fácilmente. Basta el clavo ardiendo de que la progresión de infectados se ralentiza: la cara de Fernando Simón cuando le preguntaban no era la de un contagiado -lo es desde ayer- sino la de quien hubo de dar la noticia sabiendo que se convertiría en noticia y en cómo se propagaría. Un clavo ardiendo.
Peor que el estado de alarma, que solo alarma a los alarmistas -qué incertidumbre, por Dios, llámenlo de otra manera-, es el pábulo del que puede beneficiarse el optimismo a partir de un mal dato bueno. Legítimamente, por supuesto. Pero la realidad, hoy martes, está en la esperanza de alcanzar esta semana el «pico de la curva», el cual no se entiende sin el sentido común del ministro de Sanidad: «Llegar al pico de la curva no es resolver el problema: es la primera etapa». Solo un pesimista puede joder así las cosas.
Hay que seguir con el aplauso de las ocho. Con convencimiento.
*Funcionario.
