La nueva sacudida económica que se percibía desde el horizonte ya está aquí. La pandemia ha actuado como acelerador fulminante de su llegada. Mientras el virus se expande por todo el globo, la mayor parte de la actividad económica del país y de buena parte de los estados miembros de la UE se encuentra en total parálisis. Al trágico goteo de infectados y fallecidos se añade una nueva dosis del peor veneno que nos dejó inoculado la crisis de 2008: la incertidumbre y su traducción en ese gran operador político que es el miedo, ya sea a perder el trabajo, a no encontrarlo, a tener que echar el cierre al negocio o a no poder estudiar.

Si analizamos el punto de partida, observamos que el modelo de crecimiento basado en el ladrillo y la especulación no solo se reveló ficticio y corrupto, sino también vulnerable e incapaz de sentar las bases de un desarrollo sostenible a largo plazo acorde al desarrollo tecnológico que ya despuntaba en las principales economías del mundo. Al drama de millones de parados y cientos de miles de familias desahuciadas le siguieron históricas movilizaciones, la quiebra del bipartidismo y el envío a la oposición (o a la cárcel) de algunos de los responsables de lo que se llamó «el milagro español». Las expectativas de futuro de la sociedad cambiaron de la noche a la mañana pero no así las de una élite política y económica que lejos de asumir ningún exceso, emprendió la huida acusando a las familias de haber vivido por encima de sus posibilidades.

La potente maquinaria propagandística de la única ideología que niega serlo desplegó su extraordinario abanico de recursos elaborando múltiples mensajes desde una idea central: no existe alternativa. Los derechos sociales como la vivienda o el empleo digno eran papel mojado tras la reforma exprés de Constitución; lo público, ineficiente; las pensiones, insostenibles; y los salarios ridículos, la norma. La mano invisible del mercado se mostraba como un puño cerrado que no redistribuía sino que golpeaba implacablemente a los sectores más vulnerables empujándolos a los pisos más bajos del ascensor social.

Diez años después, el fracaso de las políticas antisociales es incontestable. En 2017 la tasa de paro duplicaba la registrada en el año previo al estallido de la crisis, los servicios públicos han sufrido una severa dentellada y las opciones de cientos de miles de jóvenes oscilan entre migrar o precarizarse. Todo ello sin olvidar el legado político que nos deja una década de engaños, corrupción y recortes.

Sin duda el austericidio ha sido condición de posibilidad del auge de la extrema derecha. Sin proyecto europeo, ni propuesta económica alguna para salir de esta crisis, esa extrema derecha estos días centra sus esfuerzos en preparar el día después. Siendo conscientes de que son mejores gestores del odio que de lo público, aguardan y provocan la ira de una sociedad conmocionada ante el recuento televisado de nuevos infectados y fallecidos para ajustar cuentas. El gobierno, las autonomías, los derechos sociales, las personas migrantes y sobre todo el feminismo son el objetivo central de quienes constituyen en última instancia la expresión más descarnada de un neoliberalismo que cambia respiradores por banderas.

La puesta en valor de los valores comunitarios que han renacido durante esta primera fase de la crisis y el reconocimiento al valor central de los servicios públicos como la sanidad -expresada cada tarde desde los balcones de toda España- deben ser la base sobre la que asentar un nuevo contrato social que ponga la vida en el centro. Tras la constatación del fracaso de la austeridad y la necesaria intervención del Estado como principal valedor de los derechos de la ciudadanía, es más necesario que nunca el despliegue valiente de políticas públicas que sirvan para remover las condiciones materiales que hacen posible el avance de la extrema derecha en España y en Europa.

*Secretario general de Podemos Extremadura y

diputado regional de Unidas Por Extremadura.