Uno de los efectos más anunciados de la crisis del coronavirus es el del fortalecimiento del modelo hobbesiano de Estado; esto es, de aquel que, en nombre de la seguridad, encuentra legítimo prescindir de derechos y libertades individuales. Así, con el pretexto de una situación de emergencia fácilmente perpetuable (en la que el enemigo orwelliano es ahora un virus recurrente y el valor inapelable el de la salud pública -tan sacrosanto como antaño la salvación de las almas o el sacrificio por la patria-), al ya exhaustivo registro digital de datos, hábitos y opiniones, se unirían la censura informativa, los límites a la libertad de expresión o la vigilancia electrónica de todos nuestros movimientos.

Ahora bien, aunque una sustanciosa cantidad de filósofos y politólogos (Agamben, Gray, Han...) coinciden con la visión que acabo de exponer, no todos inciden en el elemento capital de esta modulación totalitaria del Estado: el consentimiento a la misma por parte de la ciudadanía. La nimia explicación que suele darse a este hecho es que la gente antepone las pasiones a la razón: el deseo de seguridad y pertenencia al principio racional de autonomía individual en que parecen fundarse nuestros modernos modelos éticos y políticos.

Pero esta explicación, digo, es insuficiente. No solo porque en ella se asuma una suerte de psicologismo falso (la gente no actúa directamente por emociones o deseos, sino por el valor de objetividad que atribuye a las creencias que los determinan), sino también porque tiende a confundir dos concepciones distintas de lo que sea la «autonomía individual».

Veamos. Desde una perspectiva moderna, y para la mayoría de la gente, ser autónomo o libre no significa -como para ciertos filósofos- «poder establecer de forma racional criterios propios de decisión», sino más bien -en la línea de otros, más liberales- «poder hacer lo que se desee sin encontrar demasiados obstáculos -externos o internos- a dicha realización». Hay una gigantesca diferencia entre una concepción y otra. Según la primera, para ser libre o autónomo se requiere acceso ilimitado al conocimiento, reflexión, diálogo sin censura y espíritu crítico (amén de condiciones materiales); según la segunda, para «ser libre» no se necesita más que una capacidad creciente de generar recursos y nuevos deseos. Según la primera concepción, el valor de cosas tales como la seguridad, la salud o el sentido de pertenencia se subordinan a criterios morales y racionales; según la segunda, la seguridad, la salud o un determinado marco cultural, representan condiciones fácticas para la «libre» circulación y realización de los deseos.

Ahora: ¿es un Estado «hobbesiano» incompatible con esta segunda concepción -liberal y emotivista- de «libertad» que mantiene hoy la mayoría? En absoluto. En buena lógica (la suya), la gente tiende a adscribirse a regímenes fuertes y controladores en la medida en que cree que estos pueden garantizar mejor aquellas condiciones (seguridad, recursos, posibilidades de consumo) que entienden necesarias y suficientes para «ser libres». Si, además, tales regímenes proporcionan la dosis de folklore precisa para abonar el sentimiento de pertenencia, las posibilidades de encontrar resistencia son casi nulas. China o algunos estados autoritarios del mundo árabe son ejemplos típicos y extremos de todo esto.

Sería tentador concluir con el tópico de que esta comprensión superficial y liberal de la libertad podría remediarse con una educación más ilustrada, pero esto también es falso. La «autonomía de la razón» moderna -fundamento de la educación republicana y laica- se rige por los mismos motivos que el Estado hobbesiano: la anteposición de la seguridad (la precisión limitada de la ciencia) y el bienestar (la técnica) al diálogo libre y racional (incierto, peligroso, apátrida) en torno a valores (es decir: la filosofía), que es tachado arbitrariamente de arbitrario (subjetivo, imposible, teológico) y eliminado del horizonte cultural y educativo. Todo parece apuntar, pues, a que acabaremos por prescindir «libremente» de nuestras libertades. Y tal vez, incluso, a ser más felices así. ¿O no se trataba de eso?

*Profesor de Filosofía.