Siempre me rechinó la etiqueta de «literatura hispanoamericana», compartimento que sirve para arrumbar, en una asignatura cursada en Filología antes en dos años y, ahora, en facultades como la de Cáceres, en un solo cuatrimestre, las literaturas de veinte naciones. Recuerdo la decepción que para mí fue que el ciertamente entrañable profesor Uzquiza no dijera una palabra sobre autores que yo idolatraba desde adolescente, como Borges o Cortázar, aunque a cambio nos enseñara mucho sobre mitos precolombinos.

A mi entender, alguien cuya lengua materna es el castellano puede sentir como suya toda la literatura escrita en esta lengua, pero las etiquetas son difíciles de despegar.

Me han venido estas reflexiones tras terminar la lectura de Octavio Paz. Un camino de convergencias, libro de Juan Malpartida, recién publicado por la editorial Fórcola. El implacable etiquetamiento nacional hace que el poeta y ensayista Octavio Paz (México, 1914 - 1998), Premio Nobel de Literatura en 1990, sea una lectura obligatoria para las gentes de su país, a pesar de que sus referentes, cosmopolitas, y sus inquietudes, universales, lo hacen cercano a cualquiera.

El libro de Malpartida se nutre de la amistad que mantuvo con Paz durante los últimos doce años de su vida, y también de una lectura continuada de más de tres décadas. Como en su libro Antonio Machado.Vida y pensamiento de un poeta (2017), Malpartida aborda la persona y la obra del mexicano que fue «uno y muchos» y del que recuerda que su madre era de origen gaditano, con lo cual Paz era «al cincuenta por ciento, español», algo que han olvidado los estudiosos de su obra, «sobre todo los mexicanos», que por otra parte se empeñan en emparentar su obra con la de Alfonso Reyes, tan distinto, mientras que para Malpartida, si tuviera que establecer una «vida paralela» a la de Paz, sería la del surrealista André Breton.

Como él, puso la imaginación como centro de su creación, «como fundamento de lo sagrado, y no al revés» y por ello descreyó de credos, siendo tan escéptico sobre las religiones (a pesar de que las conociera a fondo, no solo las del Libro, sino también las del México anterior a la Conquista, el hinduismo o el budismo, que estudió en la India, donde residió seis años como diplomático) como sobre las ideologías, en especial el comunismo, esa religión política.

Quizás el capítulo principal del libro de Malpartida sea «Una poética en rotación», que gira, valga la redundancia, en torno al ensayo El arco y la lira, «quizás el libro de poética más bello y lúcido escrito en nuestra lengua», y que debería ser de lectura obligatoria en España, país donde el género del ensayo, ahogado entre la monografía académica y la recopilación de artículos, casi no existe.

Si Paz se nos aparece como un clásico, al contrario que Reyes, fue un clásico rebelde, heredero del Romanticismo y el Surrealismo, como muestra su antológica definición: «El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo. Extremos de la palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias entrañas, mostrando el reverso del habla». Como glosa Malpartida, el poema es «una realidad irreductible a la explicación porque ella misma transgrede los límites de la lengua, desciende en ella hasta trascenderla».

Aunque sus críticas a los mitos fundadores de México, por ejemplo en El laberinto de la soledad, le acarrearan la animadversión de muchos compatriotas, la obra de Paz los marcó («la poesía mexicana descansa en Paz» dijo un crítico) hasta hoy, cuando se habla de la poesía «post-Paz», como también lo hizo su ejemplar conducta cuando, ante la matanza de estudiantes en la Plaza Tlatelolco en 1968, dimitió de su puesto como embajador en la India, renunciando así a las comodidades del poder.

*Escritor.