Me encantan las teorías conspirativas. Todas, traten de lo que traten. Las escucho siempre con devoción. Me fascina que haya quien piense que la nave espacial que se posó en la Luna en 1969 era de papel albal y estaba en un decorado, o quien estudie concienzudamente la sombra de Armstrong para concluir que el alunizaje no existió. Me encantan los tierraplanistas hablando de los oscuros intereses que mueven a los poderosos del mundo a mantener el engaño de una tierra redonda. La NASA, el Vaticano y la mayoría de los gobiernos nos esconden la existencia de Dios. Y cómo adoro a los creacionistas. Es magnífico pensar que todo fue hecho en siete días y que como guinda del pastel un dios alfarero modeló al hombre y a la mujer con barro y les insufló un aliento de vida. Qué majaderos Darwin, Lamarck, Newton, Galileo, Copérnico, Hawking...

Estos días me lo estoy pasando en grande. Ya no sé si fueron primero los que dijeron que las mascarillas producen cáncer o quienes atribuyeron el coronavirus a la tecnología 5G y se lanzaron a quemar antenas de telefonía. Disfruté cuando Trump, que nunca defrauda, acusó a los chinos de fabricar el virus para provocar una recesión económica mundial, pero lo que de verdad me hizo enloquecer fue que Miguel Bosé dijera que Bill Gates quiere dominar el mundo implantándonos un microchip junto con la vacuna y varias porquerías más. ¿Qué será lo siguiente? ¿Dios está prisionero en el Área 51? ¿El virus es un invento del diablo para matar ateos? ¿Lo han traído los extraterrestres para exterminarnos?

Qué bien nos sienta el miedo a los mortales. En el año 1000 nos creímos el advenimiento del Anticristo. En el 2000 pensamos que las máquinas se desintegrarían. Las catástrofes activan nuestra imaginación, que no solo es fecunda y variada, también es perversa. Una vez inventadas, siempre hay quien cree las patrañas al pie de la letra. El resultado es un mundo para crédulos, dominado por ficciones increíbles. Ya ven, el sueño de todo lector y de todo novelista.

* Escritora