Hacía dos días que habíamos aprendido a silbar y ya nos atrevíamos, ilusionados, con La muerte tenía un precio. Junto a Clint Eastwood, Ennio Morricone empezaba a formar parte de nuestras vidas, desde nuestra más tierna infancia, sin nosotros saberlo. Comenzamos a reconocerlo en las películas del Oeste, que devorábamos en las pantallas al aire libre, en los cines de verano. ¡Aquellos inolvidables cines de verano!

Sin ni siquiera imaginarlo formábamos parte de un auditorio privilegiado que escuchaba una música de altísima calidad a través de los altavoces del cine del pueblo más humilde, más pequeño, más recóndito. Cuando salíamos del cine, después de ver una película cuya música había sido compuesta por Ennio Morricone, sentíamos una sensación especial. La música permanecía pegada a la imagen y parecían no poder existir la una sin la otra. Cuando Clint Eastwood cabalgaba en su caballo por tierras y llanuras almerienses, lo hacía pegado a la música que Ennio hacía silbar.

Fue Morricone quien nos presentó a tres hombres, uno bueno, otro feo, y otro malo, a golpe de balazos disparados con música extraordinaria. Cualquier duelo se convertía, en la pantalla del cine, en un verdadero concierto del que, luego, recordábamos cada nota interpretada en él. Casi no necesitábamos ver la imagen del primer plano de los ojos del actor, para saber si se trataba de uno o de otro. Con la música, interpretada magistralmente por el maestro Morricone, sabíamos perfectamente si la mirada era clara y azul, del bueno, u oscura y negra de Eli Wallach, el feo.

Decía Ennio que no se podía crear una música importante sin un guion de una buena historia que contar. Y es cierto. Tenía que haber un buen argumento primero, que la precediera, para después llenarlo de música. Y eso es lo que hacía EnnioMorricone cuando creaba la música para las películas. Pero el modo de sentir la historia, el grado de implicación por su parte en el desarrollo del film es lo que convertía su música en espectacular y majestuosa. Al salir del cine, después de haber visto una película, bendecida con el toque mágico de la música de Morricone, no podíamos dejar de tararear la melodía que nos había quedado grabada en nuestros cerebros incluso más que las propias imágenes de la película. La música había trascendido a la historia que se contaba en el film.

Y es que no serían lo mismo, ni tendrían la misma fuerza, las miradas del bueno, el feo y el malo cuando dirimían, en duelo, quién se quedaba con los 200.000 dólares en oro enterrados en la tumba sin nombre, en aquel musicado cementerio. Ni siquiera, me atrevería a decir, que sería tan certero el dedo de Clint que apretaba el gatillo del rifle para cortar, con la música de un disparo, la soga con la que siempre acababa en el cuello, el feo pero tierno actor Eli Wallach.

Tampoco, sin su música, habríamos sentido tan profundo y bellísimo el sonido que, milagrosamente, emanaba del oboe que Gabriel (Jeremy Irons) hacía sonar, dirigido por Morricone, mientras los nativos le acechaban, curiosos, con sus flechas, en la película de La Misión. Y no habrían sido lo mismo, ni habrían sido tan especiales, aquellos besos prohibidos por el cura, pero salvados y engarzados por Alfredo, que proyectaba las películas, para aquel niño encantado por el cine, y que vuelve a su pueblo convertido en director, sin la espectacular banda sonora que nuestro genio creó para Cinema Paradiso.

Decía mi padre que, gente así, no debería morirse nunca. Y yo creo que, en realidad, no se mueren. Sencillamente se despojan de su cuerpo, gastado y viejo, para seguir deleitándonos con su obra, eternamente viva, mientras se funden, en el viento, con las ondas de su música para siempre.

* Profesor, ex-Director del I.E.S. Ágora