Hay quien dice que vivimos en una época de turbulencias políticas, puede que sí, pero ¡y cuándo no! Las crisis son cadenas montañosas entrelazadas infinitamente, ondulan en el horizonte como elefantes durmientes y a veces, de tanta frivolidad nevosa, se desdibujan en la blancura del cansancio. Porque... ¿de qué sirve mirar fijamente un problema? Es tiempo vivido para adentro, con sarpullido de sufrimiento y furia.

Una se espanta al contemplar las ruinas y el desánimo; la ferocidad del enemigo ideológico que acecha en cualquier esquina, causantes, sin lugar a dudas, de esta época de fracturas ideológicas, epidérmicas, matrimoniales y sentimentales.

Todo iba más o menos bien hasta que llegó 2020.

Por todas partes crece y se multiplica la generación Covid, la generación que ha agotado su paciencia de balcón y se desmadra en los meandros de la noche por si acaso no hay un mañana. No hay duda que vivimos dentro de una tormenta perfecta. Hasta el anuncio de la llegada de un asteroide, prevista para este viernes, adorna la crónica del derrumbe.

No falta ni un detalle en esta filigrana de final de los tiempos.

Todo iba más o menos bien hasta que llegó 2020. Y sólo faltaba que los «piojos literarios» viniéramos a dar cuenta del desastre, en negrita y con grandes titulares. Tranquilos, «piojos literarios» era como llamaba Virginia Woolf a los columnistas de domingo, a los críticos y a los que hacen reseñas de libros. La dama se las traía y con razón. No hay manera de no admirarla intensamente y hasta darle la razón en esto. Verán, sucedió que una escritora, amiga suya, sucumbió a la depresión por culpa de una durísima crítica que alguien escribió en su columna de domingo. Aquella escritora tardó años en recuperar la autoestima, se vio obligada a la amargura y la ira a pesar del valor potencial y los nutrientes que rociaban sus libros.

Cierro paréntesis.

Como decía, todo iba bien hasta que llegó 2020 y se expandió por el mundo la sensación de fin de viaje, fin de curso...fin de fiesta. Punto final.

Ahora toca juntar las palabras de otra forma, dejar que el lenguaje respire de tanta muerte y arriscado silencio. Toca inundar papeles de aflorismos, buscar renglones para la urgencia, escribir y guardar la ropa; crear espacios reservados para el vuelo y el duelo. ¡Imaginad por un momento el olvido inmenso que cae sobre los muertos!

¡Maldito sea este 2020!... Ya no es posible la España que pudo ser... el mundo que no será. Me prometí no hacer cadenas montañosas con este magma de cansancio que a todos nos circunda, me prometí palabras hacedoras de belleza y pasar más días en las nubes. Pero como dijo Ashbery «la poseía es poesía, la protesta es protesta». Nada es como pretendemos; «idiotismo absoluto» argumentaría Juan Ramón Jiménez. Una enfermedad muy de nuestro tiempo, pandémica y descomunal.

Me sabe mal dejarlo por escrito aunque no tengo otra opción: mientras más idiotas más rebrotes. Yo también debo ser idiota pero en otra dirección, idiota para adentro de mi casa. Mi idiotismo consiste en tomarme cada día la temperatura poética y el pulso de autor, asegurarme de no estar anémica perdida de amor y literatura. Idiota perdida en lucha contra el desgarro, desmayada bajo el aromático dolor y la tonalidad de la porcelana.

El ocio y la noche multiplican la idiotez. Los besos por desgracia también... Una playa y sus infinitas posibilidades, se han convertido en rincones que dan testimonio de lo catastrófico que resulta ser joven en un mundo enfermo. La independencia y la soledad...Todo es mortal sin necesidad.

Hemos fracasado en la gestión y en la solución a tanto idiotismo. Para colmo, la fuente de luz que es la familia, parece incapaz de frenar el ímpetu de esta generación Covid, la que prometía resistir y no resistió, la que aplaudía en el balcón y ahora baila en el botellón.

* Periodista