Decía un poeta inglés «Donde la ignorancia es bendición, es locura ser sabio». Por desgracia esta frase sigue vigente. Parece que estamos construyendo una sociedad sin valores o con valores equivocados. Cuenta más el derecho al bienestar individual que el sacrificio para alcanzar ese bienestar. Para un sector de la población solo existen derechos; ninguna obligación. El esfuerzo no se premia. Se piensa que el trabajo no realiza; humilla. La consecuencia es que una parte de la sociedad, atraída por los cantos de sirena de una filosofía populista, pretende vivir sin esfuerzos ni sacrificios.

En esta línea de pensamiento, muchos defienden que la meritocracia es mentira; el éxito no depende del individuo. Cuenta más la suerte, los contactos sociales o el patrimonio familiar. La cultura del esfuerzo se la asocia con ideas liberales basadas en una apología del emprendimiento poco crítica. De ahí que se concluya que el discurso que pone su acento en el trabajo o en la iniciativa empresarial sea una falacia.

Esta forma de pensar, junto a las ideas populistas que basan la captación de votos en conceder subvenciones indiscriminadas, está llevando a muchos a creer que vivir a costa de lo público es un derecho natural. Se ve normal ocupar viviendas ajenas o recibir un ingreso mínimo vital sin tener que prestar a cambio ningún servicio a la comunidad.

No son pocos los que levantan sus voces para exigir la redistribución de una riqueza que ellos no han creado. De ahí que, si no existen recursos para atender sus demandas, se pida subir los impuestos, ya que el erario público debe satisfacer las necesidades de todos, incluso de los que, por vocación, quieren vivir sin sacrificios.

Es cierto que un Estado social debe garantizar la igualdad de todos los ciudadanos y atender las necesidades de los menos favorecidos. Pero no es menos cierto que esa atención debe ser para los que realmente lo necesitan. A veces no se cae en la cuenta de que el Estado no fabrica el dinero. Los recursos públicos provienen de los contribuyentes. Es decir, de los trabajadores, autónomos, funcionarios o empresarios que pagan impuestos. Porque sabemos que un gran número de potentados económicos tributan menos de lo que debieran. Y aunque haya algún político necio que siempre prometa subirles los impuestos, no debemos olvidar que cuentan con SICAVs, suelen llevar su dinero a paraísos fiscales o tributan con sociedades patrimoniales.

Notas mal combinadas producen disonancia. El adanismo de nuevo cuño que pretende crear un mundo diferente sin esfuerzos solidarios solo evidencia un egoísmo atroz. Sin caer en la justificación calvinista de la profesión, podemos afirmar que la aportación laboral de cada ciudadano es necesaria para crear la riqueza que nutre de recursos al Estado de bienestar. Por ello, en una situación tan precaria como la que estamos atravesando, en la que la pandemia nos golpea de lleno en la salud, en la educación y en la economía, se impone actuar con exquisita solidaridad, de forma tal que los recursos vayan a los que realmente los necesitan. La posibilidad del ascenso social no debe depender tanto de las ayudas estatales cuanto de crear las condiciones que garanticen a todos el acceso a la educación, a la sanidad y a los medios públicos.

No debemos olvidar que la cultura del esfuerzo, del sacrificio, del trabajo, es un valor a destacar. La solidaridad es la forma más conveniente de gestionar las necesidades sociales. De ahí que en una sociedad justa no quepan parásitos. Los que predican una sociedad más igualitaria en la que no existan explotadores ni explotados debieran pensar que querer vivir de las subvenciones públicas sin arrimar el hombro es una forma de explotación del prójimo. No es ético pedir la distribución de la riqueza si no se está dispuesto a contribuir a su creación.