La mediocridad comenzó teniendo en la antigüedad un significado positivo. En un principio se entendía como todo lo que tenía que ver con la moderación. Y, desde el punto de vista filosófico, se identificaba con el equilibrio, la tranquilidad, el desprecio por el éxito: el deseado punto medio en el que se alcanza la felicidad. De ahí se construyó la expresión aurea mediocritas, equivalente a dorada medianía o dorado término medio de la vida virtuosa.

En nuestros días la acepción más común de mediocre ha cambiado radicalmente y, según nuestro diccionario, significa algo de escaso mérito. Se equipara con vulgaridad, bajeza de espíritu y fracaso. La mediocridad es todo lo contrario a la excelencia.

Afortunadamente vivimos en una sociedad en la que todavía una gran mayoría piensa que el éxito personal y profesional descansa en el trabajo y la tenacidad. Si la competencia estimula la consecución de una vida exitosa, el contentarse con ‘mantequilla y pan tierno’ es de mediocres, de personas sin aspiraciones.

Este sentimiento se explica porque en el género humano predomina una conciencia de progreso y evolución. Un deseo de avanzar. Es nuestra propia genética la que evidencia un espíritu competitivo y evolutivo. De hecho, el hombre, al contrario del simio, se organiza para competir, tal como ocurre en los deportes, en las investigaciones científicas o en la empresa. El estímulo competitivo nos lleva incluso a organizar irracionales contiendas bélicas. Y desde niños, etapa en la que se manifiesta más nítidamente la verdadera estructura biológica del individuo, mostramos nuestro instinto competitivo al querer ganar siempre. Va en nuestros genes. Por eso no ha extrañarnos que de adultos pretendamos lo mismo. Se ha demostrado que el cerebro humano es más receptivo al aprendizaje después de un éxito que tras un fracaso.

Si el hombre, biológica y genéticamente, está hecho para algo más que la mera comodidad o la dulce medianía, por qué desde ciertos ámbitos políticos se promueven y facilitan las soluciones fáciles de la vida. Entre ellas, la mediocridad educativa. Por qué no se fomentan valores que estimulen la competencia para una mejor preparación, teniendo en cuenta que, además de la ayuda y la cooperación de los demás, para progresar socialmente siempre necesitaremos la propia pericia personal.

La política educativa está fallando en España. La falta de consenso y la disparidad de planes de estudios únicamente abocan a la desesperanza. En nuestro país el gasto en educación es relativamente inferior a la media de la OCDE y de la UE. Pero lo que no se entiende son determinadas políticas. No es comprensible que las autoridades educativas defiendan que los estudiantes no repitan curso o que permitan que con algunas asignaturillas suspensas se puedan examinar de EBAU y acceder a la Universidad. Es claro que con estas medidas, en vez de poner remedio, se maquilla el fracaso escolar, pues el destinatario de estos beneficios piensa que con un mínimo esfuerzo puede concluir una brillante carrera. Y, si es un poco hábil y tiene buenas relaciones sociales, hasta cursar másteres y doctorarse sin dificultad.

Hace unas décadas una carrera universitaria presuponía la adquisición de conocimientos y era garantía de un estatus profesional solvente. Hoy en día existen muchas evidencias de que no siempre es así.

Tenemos una sociedad con más graduados que nunca. Y, sin embargo, muchos titulados universitarios no están a la altura. Es cierto que hay títulos que se logran de forma dudosa. Pero son los menos.

El pensador canadiense Alain Deneault en su obra Mediocracia: Cuando los mediocres llegan al poder piensa que el problema de la clase política empieza en la educación. Y con un poso de amargura concluye: «Pero la mediocridad es una epidemia global».

Pues es lo que hay. Con una educación mediocre solo podemos esperar políticos mediocres.

*Catedrático de Derecho Mercantil