El artículo de Mario Vargas Llosa, ‘La lengua oculta’, publicado en El País, tuvo una acogida fervorosa entre los medios de derecha, que veían cómo el escritor peruano, en un tono menos mesurado de lo habitual en él, cargaba contra la nueva ley educativa y hablaba de una «campaña contra el español en la tierra donde nació Cervantes», basándose en que se suprima el concepto de «lengua vehicular» que, cabe recordar, no estaba ahí desde que nació Cervantes, sino desde la ley anterior, promulgada por ese ministro de apellido alemán, José Ignacio Wert, que pretendía «españolizar» a los catalanes y lo que consiguió fue multiplicar independentistas.

Como no soy suscriptor de El País, leí ese artículo algo tarde, y al hacerlo se me cayó el alma a los pies. ¿De verdad lo había escrito el autor de La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral o La fiesta del chivo? Por el nivel argumentativo, lo podría haber escrito Teodoro García Egea. Hasta el punto de que desde entonces, distingo para mí entre Vargas Llosa, el gran escritor, y Vargas (pesado como) Losa, el intelectual orgánico o mascarón de proa de la derecha.

Afirma Vargas Losa que el mayor aporte de España al continente americano no fue la religión cristiana, sino la lengua castellana «que reemplazó a las mil quinientas (que algunos lingüistas extienden hasta cuatro o cinco mil) lenguas, dialectos y vocabularios que hablaban en América del Sur las tribus, pueblos e imperios. Como no se entendían, vivieron muchos siglos entregados al pasatiempo de entrematarse». Vamos, que la extinción de lenguas, cada una de las cuales refleja una manera única de ver el mundo, es algo para celebrar, y la gente se mata porque no entiende el idioma del vecino. Si fuera así, Hispanoamérica, donde solo se habla español, debería ser un ejemplo de armonía; es más, deberían de haberse unido como los Estados Unidos, o al menos como la Unión Europea, donde se hablan veinticuatro lenguas oficiales y más de doscientas no oficiales. Y la India, donde se hablan cuatrocientas lenguas, debería ser un polvorín; en realidad, si los indios se pegan alguna vez entre ellos es por ser hindú o musulmán, no por hablar indio bengalí.

Al final, el artículo de Vargas Losa se reduce a una exaltación del español como apisonadora de otras lenguas no muy distinta a la de los falangistas cuando pedían a los catalanes que hablaran «la lengua del imperio» (o los aznaristas con eso de «Pujol, enano, habla castellano»). De siempre he pensado lo contrario: que aprender otras lenguas abre la mente, y tiendo a compartir la visión del historiador nicaragüense Augusto Zamora, que considera una desventaja para Hispanoamérica su monolingüismo, frente a la políglota Europa.

La insistencia en que en Cataluña se enseñe en castellano parte de la nociva convicción de que solo este es una lengua española, y cierra los ojos a la evidencia de que los catalanes hablan en castellano sin problemas y para muchos es la primera lengua. Ser bilingües, como en el Quebec canadiense, por otra parte, solo aporta ventajas y facilita el aprendizaje de terceras y cuartas lenguas. Y lo que está claro es que si al catalán no se le potenciara en la escuela, acabaría como una lengua marginal.

Esa animadversión al catalán conlleva que, culturalmente, la división está muy clara: los escritores en catalán son independentistas, los que usan el castellano son unionistas. Nos iría de otra manera si considerásemos que gallego, vasco y catalán son lenguas tan españolas como el castellano. Nadie pide que en Cáceres se pueda aprender catalán, y sin embargo debería ser algo natural, igual que en Suiza no se pide que en Zúrich se enseñe en francés o en Ginebra en alemán, pero los suizos consideran sus cuatro lenguas como propias.

* Escritor