El periodismo local es de las cosas más bonitas de esta profesión, pero también de las más complicadas. A lo largo de mi vida profesional he visto a plumas brillantes e insignes opinadores errar en cuanto pisan la calle. Hay que estar con un ojo abierto y el otro también, pisar bares y negocios, estar en los barrios, pero sobre todo hablar con la gente: el tendero, el farmacéutico, el cura, el policía. Es periodismo en esencia, sacar noticias e historias de la ciudadanía, una gozada para quien ame esta profesión y siga considerando su valía en contraposición con las redes sociales.

Quien ejerce el periodismo local como lo ha hecho un servidor sabe perfectamente el papel que juega un alcalde. No en vano es la primera autoridad y quien dirime los designios de sus convecinos; cualquier cosa que haga, diga o decida puede ser noticia. De ahí que los profesionales de los diferentes medios de comunicación locales establezcamos una relación más o menos estrecha con él. No digamos si se trata de un regidor popular, que tiene el despacho en la calle y no digamos si posee una personalidad arrolladora capaz de acaparar hasta cinco mayorías absolutas y marcharse del cargo no porque pierda unas elecciones, sino porque «ya iba siendo hora que me jubilara», como él mismo dijo el día que cumplió 73 años.

Conocí a Miguel Celdrán en 1992 cuando aún estaba en la oposición. Perseguía a Matías Ramos en los juzgados y hablaba de Badajoz con una pasión como nunca antes había visto. Me pareció efectista y populista, muy de calle y sin adoptar ninguno de los cánones o tópicos de clase que por entonces se atribuían al PP: «¿Señorito yo? Señorito usted», le decía a la oposición con firmeza en los plenos. No andaba con remilgos ni medias tintas cuando se trataba de asuntos de casa, pero no se enfangaba a propósito en cuestiones superiores que marcaban amplias diferencias ideológicas en la ciudadanía. «De eso que hablen en Madrid», me decía cuando le preguntaba por el aborto o la eutanasia en una entrevista. Y se quedaba tan pancho. Y así, señalando que había que hacer de Badajoz una mejor ciudad y presumiendo de honradez y gestión sin haberla ejercido todavía, ganó sus primeras elecciones, ayudados por los desvaríos que había protagonizado el gobierno del PSOE y la onda de cambio que traía Aznar desde Madrid.

Celdrán se hizo con el cargo como anillo al dedo, se imbricó tanto con Badajoz y sus vecinos que parecía el alcalde perpetuo. Se identificó con sus gentes, de manera que cada comicio era para él un simple paseo, estuviera bien el PP o estuviera mal como de hecho pasó más de una vez. Él ganaba en los barrios tradicionales de derechas, pero acaparaba también el voto en aquellos otros donde la izquierda había tenido tradicionalmente su caladero de votos. Llegó un momento en que la gente de Badajoz no votaba al PP, votaba a Celdrán. Ha habido varios comicios donde se alzó ganador absoluto en las municipales mientras que en las autonómicas de la urna de al lado vencía Ibarra de calle. Le decía a la oposición con sorna y mala leche que cabían en una furgoneta, pero es que llegó a tener 17 de los 27 concejales posibles.

«Hola María José, siento lo de tu hermano»; «buenos días Quini, qué bien jugó ayer el CD Badajoz». Hola fulano, adiós mengano. Así iba por la calle aunque fuera al lado un ministro o la autoridad correspondiente. Miguel, ¿tú a cuánta gente conoces?, le pregunté una vez en calle del Obispo abajo. «A todos los que se dejan conocer», me contestó. ¿Pero son de derechas o son de izquierdas?, repregunté con retranca. «Mira oliventino, me gusta más un comunista honrado que un tramposo del PP».

Así era Miguel Celdrán, con sus luces y sus sombras, pero capaz de hacer cosas imposibles como convertir un comentario inapropiado sobre los homosexuales en la fiesta de Los Palomos por la diversidad sexual. Como él mismo decía, estaba bendecido por Dios, era un tipo con suerte. «No tengo de nada, pero he sido muy feliz. Que me quiera la gente me basta; mi padre no me dejó herencia, pero, mira, los hermanos nos llevamos divinamente», decía siempre medio en serio medio en broma, porque hacer reír a la gente era uno de sus objetivos.

Nunca me he reído tanto en un pleno como aquel día que le dijo a la oposición que él no opinaba sobre lo buenos o malos que eran unos terrenos como tampoco lo hacía sobre la belleza de los novios y los tenía que casar todos los domingos. Y nunca lo he contado, porque él me dijo que no lo hiciera, pero aquel fatídico día del 6 de noviembre de 1997, con 21 muertos por la riada, lo vi llorar en su despacho sin consuelo alguno.

Creo que fue un buen alcalde para Badajoz o, al menos, el que mejor le iba en ese momento a una ciudad un tanto acomplejada que necesitaba una dosis de optimismo y situarse en el mapa: «Esto se va a parecer a Nueva York», decía antes de inaugurar cualquier obra e inauguró un montón; o «a Badajoz se viene llorando, pero te vas también llorando por lo bien que te lo has pasado» frase con que la que hacía valer que su ciudad era acogedora como ninguna otra.

El puesto de alcalde lo dan las urnas, pero el título lo otorga la ciudadanía y a Miguel Celdrán le seguían llamando alcalde siete años después de dejar el cargo. Por algo sería, por respeto seguro, pero por reconocimiento creo que también. Descanse en paz.