Estoy seguro que Leoncia Gómez Galán, la última vendedora-voceadora de El Periódico Extremadura, que se mantiene erguida en la Plaza de San Juan, esbozando una sonrisa eterna mientras muestra un ejemplar de El Periódico dispuesta a venderlo y repartir noticias a quien quisiera saber, tiene que estar notando algo raro que sucede en los últimos días en la ciudad.

Desde su lugar privilegiado cercano a la Iglesia de San Juan, ha dejado de escuchar las tertulias de los que se sentaban a disfrutar de las excelencias culinarias de nuestros agradecidos cocineros en las terrazas de la Plaza. Ya no le molestan los niños que se arracimaban junto a ella, agarrados a su vestido, mientras jugaban sin parar, vigilados de cerca por sus atentos progenitores.

Y echa de menos volver a sentir a alguien abrazado a sus hombros para hacerse una foto junto a ella y tener un bonito recuerdo de su paso por la ciudad. Ha visto, sin embargo, todos los bares y muchos de los negocios y comercios cerrados y empieza a notar que el constante e incesante flujo de gente mayor, y adultos, y jóvenes, y niños, que recorrían todos los días y a todas horas el trayecto desde San Antón, San Pedro y San Juan, hasta llegar a la plaza por la calle Pintores, se ha quedado prácticamente vacío.

La concurrencia del lugar privilegiado que ocupa se ha visto tan mermada que le debe de extrañar sobremanera. El trasiego de los abuelos y abuelas paseando con sus nietos, familias de amigos que quedaban para verse por los aledaños de la plaza, parejas de enamorados que la miraban al pasar y el alboroto de la gente menuda ha dejado de ser habitual por la zona en los últimos días.

El otro día sólo pudo ver un joven que se acercaba hacia ella, después de salir de la peluquería de la calle de San Pedro, con ambos lados de la cabeza rapados y los pelos de arriba erizados, completamente tiesos. Le echó su brazo por encima de sus hombros, alargó el brazo izquierdo, sonrió y se hizo un selfie que convirtió su sonrisa en risa cuando comprobaba cómo había quedado.

Le ha llamado también poderosamente la atención que los pocos que pasan junto a ella, llevan la boca y la nariz tapadas con trapos de diferentes colores. Y eso, quizás, es lo que le ha podido dar una pista de lo que, en realidad, puede estar ocurriendo. Ella tenía quince años cuando llegó a España y al mundo entero otra pandemia, a la que se le llamó “gripe española”, sin tener su origen en nuestro país, en el año 1918. Y recuerda cómo, en su pueblo natal, Valencia de Alcántara, tuvieron que establecer las autoridades puestos de desinfección para los viajeros que llegaban a la estación de tren.

Y vio cómo, a finales de aquel año se prohibían aglomeraciones de personas y se cancelaban espectáculos y fiestas donde podía concentrarse mucha gente, por temor al contagio. Recuerda, también, Leoncia, que se produjeron muchas víctimas y se pidió, entonces, enviar a la Guardia Civil a la frontera portuguesa, muy cerca de su pueblo, para que se pudiera llevar un control a los vecinos portugueses para que no pudieran pasar sin haber sido, previamente, desinfectados.

E, igual que ocurre ahora, ciento tres años después, aparecían colectivos que increpaban a las autoridades cuando aquéllas intentaban mantener el orden y los confinamientos en todos los países. También los políticos, entonces, reconocían con dificultad, la gravedad de lo que acontecía. Y, por supuesto, los había entre la población quienes negaban que existiera tal enfermedad a pesar de la evidencia palpable.

Nada es nuevo para Leoncia, y quizás por eso se mantiene erguida en su puesto, sin perder la sonrisa que, un día, el escultor José Antonio Calderón magistralmente perfiló. Ella sigue intentando transmitirnos a todos que, a pesar de todo, hay esperanza para seguir adelante, y está siempre dispuesta a ofrecernos, cada día, un nuevo ejemplar de El Periódico, un número nuevo que venga repleto de buenas noticias.

*Ex director del IES Ágora.