Una vez leída la exclusiva de El Mundo, es difícil concluir si Messi es Dios, como dicen sus devotos, o si es el diablo. En todo caso, lo que ha terminado por llamarse “el contrato del siglo” refuerza la idea de que lo óptimo no siempre es lo mejor.

Leo Messi, el mejor futbolista del mundo -con permiso de Cristiano Ronaldo-, ha resultado un deprededor económico, y durante mucho tiempo se hablará de él no solo como el jugador que le ha facilitado numerosos títulos al Barça, sino también como el que le ha empujado al borde de la quiebra financiera.

¿Merecía Messi tantos millones que no le sobran al club? Obviamente, no, y mucho menos a estas alturas, cuando, a sus 33 años, comienza a dar síntomas de un inevitable declive deportivo.

Lo que gana Messi por jugar en el Barcelona se antoja desorbitado, esto es, fuera de órbita. No resulta exagerado, por tanto, el uso del adjetivo “galáctico” para referirnos a él. Pero un club, al contrario que ciertos futbolistas privilegiados, debe operar con los pies en el suelo; para cualquier entidad deportiva, salirse de órbita supone descarrilar.

En la mayoría de los partidos, Messi ya no se muestra como el jugador determinante que era, y no en pocos encuentros apenas nos deja alguna que otra pincelada de su gran calidad. Así las cosas, se entiende que Bartoméu no depositó las frágiles arcas del club en manos del futbolista argentino por su rendimiento actual, sino por miedo a pasar a la historia como el presidente que dejó marchar a Messi. Prefirió pasar a la historia del fútbol como el presidente que sacrificó la vida de su club en ofrenda ritual a un dios terrenal.

Florentino Pérez, huelga decir, estuvo más atinado al no ceder a las caprichosas reclamaciones económicas de Cristiano Ronaldo. El dirigente del Real Madrid debería haberle explicado a Bartoméu que arrodillarse ante los dioses humanos a veces conduce al infierno.

*Escritor