La actual pandemia está demostrando la increíble capacidad que tenemos los seres humanos para somatizar las desgracias, las ajenas sobre todo. De otro modo, no se entenderían algunas actitudes, individuales y colectivas, ante este gravísimo problema; y sus consecuencias: sanitarias, sociales y económicas. Creo, sinceramente, que las actitudes de las que hablo son la consecuencia del individualismo que se ha aposentado en nuestras sociedades. Nada nuevo por otra parte.

Lo fácil, por recurrente, sería cargar las culpas de todo a los responsables políticos por su gestión de la pandemia, pero no voy a hacerlo, personalmente inhabilitado para ello por mis nulos conocimientos científicos sobre el asunto. Estoy seguro de que las autoridades de todos los niveles se habrán equivocado mucho con sus decisiones, pero estoy convencido de que las han adoptado con la voluntad de arreglar un problema, tan nuevo como desconocido. Por eso, creo que lo mejor es analizar lo que estamos haciendo nosotros, los ciudadanos.

Y lo que estamos haciendo, en muchos casos, es intentar vivir como si no pasara nada pensando, quizá, que a nosotros no nos va a pasar nada. Por tanto, si alguien se contagia es su problema, lo cual es un error que puede resultar fatal. Estoy seguro de que quienes piensan así no han tenido que enterrar a ningún ser querido. Los hay, también, que se resisten a cumplir con las normas más elementales, como llevar la mascarilla, apelando a su libertad individual. Y no hablo de los «negacionistas», sino de personas que se consideran y proclaman como personas normales. Los hay, en fin, que no están dispuestos a renunciar a sus costumbres y tradiciones sin importarles las consecuencias.

Pero volviendo a mi afirmación sobre la capacidad que tienen algunos para somatizar las desgracias, quería apuntar un par de cosas que, al menos a mí, me preocupan especialmente: La falta de empatía, de quienes se saltan las normas, primero hacia el dolor insoportable de quienes han perdido a un ser querido, sin ni siquiera poder despedirle; o hacia aquellos otros que han pasado tiempo en la UCI, y los que sufren secuelas. Una falta de empatía que, de forma especial, mostramos hacia esas personas que cada día frecuentan las llamadas «colas del hambre» para subsistir. Personas invisibles, con caras y ojos que no queremos mirar, sin pensar que en algún momento nosotros mismos podríamos estar en su lugar.

Sin ánimo moralizador, querría decir que el virus ha sacado a la luz las carencias de nuestra sociedad; y de todos y cada uno de nosotros. Por supuesto, en este y otros casos, no es bueno generalizar, porque las cosas no son totalmente blancas o negras. Por eso, creo de justicia valorar como se merece el esfuerzo de los sanitarios para paliar las carencias del sistema y el trabajo de muchas personas y organizaciones de todo tipo para ayudar a los más perjudicados por la pandemia: Esas personas invisibles a nuestros ojos que, aunque no queramos verlas, están ahí, en las calles de nuestros pueblos y ciudades.

*Periodista