Mañana, Día de San Valentín, se celebran elecciones al Parlamento de Cataluña. La broma es fácil, sobre el día del amor, que debería servir para el abrazo de catalanes y restos de españoles, o más bien entre los catalanes que se sienten también españoles y los que consideran que la esencia de lo catalán es odiar lo español, y que se alegran cuando pierde la selección española, aunque en ella jueguen catalanes.

En realidad, serán las elecciones del Covid, donde no se sabe cuánta gente irá a votar y en algunos sitios hasta si habrá interventores, o donde el voto por Correos ha batido su récord. La gente, para evitar hacer cola el día de las elecciones por temor al virus, ha hecho una cola más larga en las oficinas de Correos, como si ahí no pudiera contagiarse. Los partidos independentistas pedían por ello que se aplazaran las elecciones, algo por otra parte contradictorio, cuando en los momentos de mayor contagio se negaron a cerrar esos colegios o institutos donde podrá votarse. En realidad, lo que esperaban era dar tiempo a que se desinflara el «efecto Illa», pues en efecto la candidatura de Salvador Illa al frente del PSC lo ha convertido en el adversario a batir para los independentistas, demostrando una vez más que muchos votan a la persona y no al partido, y hoy por hoy parece el político de mayor empaque para ser president, frente a los hombres o mujeres de paja que ofrecen otros partidos: Pere Aragonés, teledirigido por Junqueras, o Laura Borràs, por Puigdemont.

Parece obvio que, fuera de Cataluña, la elección de Illa sería acogida con un suspiro de alivio, pues por fin al frente de la Generalitat no estaría alguien que amenazara con proclamar la república catalana y se dedicaría a labores más prosaicas como combatir la pandemia y enderezar la economía. Por desgracia para la convivencia, es improbable que los números den a Illa para un gobierno «constitucionalista» y ya los partidos independentistas le han puesto un cordón sanitario al ex-ministro de Sanidad, firmando ante notario que no pactarán con quien amenaza con despertarlos de su sueño secesionista.

Las cosas son así: la mitad de la población catalana vive en una alucinación colectiva, por la cual no se dan cuenta de que, desde hace unas cuantas décadas, «l’indépendance est démodée», como titulaba un artículo de Luc de Barochez, que recordaba que, si en los años sesenta, casi medio centenar de países se declararon independientes, en el último cuarto de siglo, solo siete países han obtenido su independencia. El último hace ahora diez años, Sudán del Sur, todo un ejemplo, que se separó a costa de una guerra civil que causó medio millón de muertos. Y los últimos países europeos que declararon su independencia fueron los que surgieron del cadáver de Yugoslavia, y de los miles de cadáveres bosnios, serbios, croatas, kosovares…

En una situación geopolítica donde vuelven a dominar los imperios (Estados Unidos, China y Rusia), nadie apoya la creación de nuevos estados, incluso en los casos de opresión flagrante, como la que sufren los palestinos o los kurdos, cuanto menos para quienes viven tan bien como escoceses, flamencos o catalanes. Eso es irrelevante para los millones de catalanes que quieren la independencia porque se lo pide el cuerpo y se toman cada acto del procés como un día de picnic, yendo desde Olot, Bergao Vic con sus bocatas y su ropa amarilla a echar el día en Barcelona vitoreando consignas.

Sería buena, sin duda, la formación de un gobierno que tendiera puentes entre unionistas y secesionistas, pero a los segundos eso no les interesa, como tampoco a Vox, que tiene pinta de comerse del todo al desnortado PP catalán. La estelada y el aguilucho se retroalimentan, y me temo que lo del seny forma ya parte del pasado.

* Escritor