Si una imagen me produce tristeza es la de pensar en mi casa del pueblo apagada. Mi casa…que siempre estaba encendida.

Mi casa, que durante años fue cercando con sus brazos y ventanas la palmera bonita de Ángeles y Regino, mis vecinos.

Mi casa, que durante años estuvo situada frente a una lechería, alcanza con uno de sus brazos La Gloria, donde el bueno de José Mari despacha pan desde, desde… hace siglos. Siempre atento y preguntando por la familia -aunque algunos ya no estén en este mundo-, es de esos panaderos de pueblo de los de siempre, don amable, detrás del mostrador blanco, muy parecido al color del corazón del pan; rodeado de dulces y galletas, con mandil blanco sobre blanco por el vapor de harina.

Mi casa del pueblo ya no está encendida sino a oscuras como tantas casas de pueblo que se han vaciado de sus buenas y gentiles gentes. Pobres pueblecitos sin su acostumbrada gente en las ventanas con sus lirios y melancolías. Pasó por ellos la muerte que es la goma de borrar lo que queda de nosotros.

A estas horas debería estar hablando de la primavera porque las flores ya no se esconden, no esperan más tiempo a salir de sus raíces halagadas, revientan de olor, pero, igual que esas flores exuberantes, es también descomunal la sacudida del invierno. Y no hay forma de quitarnos el jersey del alma…

Debería estar hablando de amor porque es la miel que arropa la piel. Pero la palabra amor no te nombra ni señala el camino de vuelta a mi casa.

Todas las veces que pensé en ti… dirás mañana.

Mañana venderán marañas de amor en cajas de cartón.

Desde que las mil formas de decir amor se han envasado al vacío, ya no me importan.

Estos amorcitos de gelatina que duran un parpadeo no provocan más que la emoción de acumular dedos hacia arriba y el dibujito de algo parecido a una galleta maría.

¿Cómo explicar ahora ese acantilado en que tuvimos un día arrojado nuestro corazón? No hay tiempo, porque la vida transcurre en un pequeño día. Un día de esos en que todo parece suspendido entre la ropa mojada sin más atadura que una pinza; un día de esos que tiene el insípido color de la leche desnatada y el estómago se convierte en un laberinto de gateras.

Es de esos días en que todo depende del viento. Como la tierra… siempre a merced de la trilla y el aviento.

No tengo muy claro el camino a seguir para llegar a la primavera. Porque la primavera ¡qué duda cabe! es un lugar, otro lugar distante, apartado del frío invierno y las violetas allí cultivadas. Las flores dan una ligera pista, sí, pero las cunetas de 2020 y 2021 están sembradas de muertos de esta nuestra no- guerra. Y por más que deseo invocar a todas las flautas y aulós del campo, sólo me viene a la boca PAN, el dios griego de la pena, de las brisas del atardecer y los atisbos.

La muerte es una goma de borrar que nos espera a la vuelta del folio. No sé si somos del todo conscientes, pero los próximos muertos llevan nuestros nombres y apellidos. Vamos derechos hacia la invisibilidad, lugar extenso donde se acentúan por fin las tranquilidades, donde todo se reduce al silencio y donde los que somos de agua, no podemos más que ir a besar la tierra para que más nunca broten allí las pavorosas flores de plástico.

Debería estar hablando de amor y primavera tan cerca del verano como estamos, pero la temperatura del cuerpo se aferra al jersey de los que se fueron y nos dejaron el corazón hecho un buñuelo de manzana.

No queda más remedio que pintarnos sobre el paisaje, encendernos y encender la casa que dejó de estar encendida. Quitarnos la rabia y la pena de encima.

* Periodista