Hará algún tiempo que el desayuno me sabe a ponzoña. Huele a diablos. Azufre... Las galletas, unas enormes galletas de chocolate que no caben en la taza, me avisan (y no son traidoras). Ven peligrar la libertad. La libertad de ser escogidas para un desayuno cualquiera. Las galletas, mejor informadas que los humanos, saben que anda suelto Satanás…

Las galletas, rellenas de chocolate, saben que el diablo con el rabo mata moscas. Al diablo, aborto máximo, no le agradan ni las galletas de chocolate, ni la libertad de los humanos. El diablo, siempre al acecho, ha venido y no sabemos cómo ha sido. Una mala corriente de aire. Una cancela abierta a deshoras. Una risa boba y cuarenta años de rendiciones, de renuncias, de claudicaciones…

Los humanos se dividen. Unos, los menos, son partidarios de Satanás. Estos, los hijos de Caín, son así desde la nacencia. Un mal parto. Una mala reata. Y lo serán hasta su último hedor. Cuanto peor, mejor. Les ha crecido dentro el resentimiento. Son vagos y ladrones. Son, en la tormenta del siglo, un desbordamiento de envidia, una riada de rencor (orina y pus).

Las opiniones también. También se dividen. A diestro y siniestro. A veces sí, a veces no. Unos dicen que no son malos del todo y otros que son aún peores. Ni estudian ni trabajan. Por vicio apedrean, desvalijan y, si se tercia, matan. Unos dicen que el mal tiene sus razones y otros, los más, los buenos, que no hay razones suficientes para tanto mal. Para unos el diablo tiene rabo y para otros eso está por ver. Pero sigue oliendo a azufre en las calles de Madrid. En las calles de Barcelona. En las calles de Valencia…

De las alcantarillas de la moral manan pestilencias. Las excrecencias tienen tendencia al subsuelo, a lo oscuro. A la capucha negra del negro verdugo. A la cara tapada del terrorista. A lo feo. Porque el ángel caído dejó de ser bello y toda su beldad no fue suficiente para ocultar su maldad. Dejó de ser bello la noche que siguió al día en que prefirió el mal al bien. Esa noche, ya desposeído de toda belleza, juró venganza. Él y ellos, los hijos de Caín. Los que lo mismo gozan escupiendo a un muerto, que abriéndole la crisma a un policía, que desvalijándole el negocio a un empresario. Y, aunque los que nos gobiernan callen, o, lo que es peor, aunque alienten a la estirpe de Caín, los muertos merecen respeto. Y decir policía sigue siendo decir algo noble y bueno, y decir empresario sigue siendo decir algo noble y bueno. Salga el sol por donde salga y diga el papa de Roma lo que diga.

Están entre nosotros. Como una gangrena. Y cada noche una ola de zombis diabólicos rumia odios envueltos en la podredumbre de sus propias frustraciones y en la fetidez de su calabozo sin horizontes. Ciegos como perros ciegos. Impunes en un tiempo cobarde. Vestidos de negro, las entrañas negras… Quizá nunca nadie les ha hablado de fe, de sacrificio, de heroísmo. Quizá nadie les haya leído, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete. Quizá hayan crecido en un mundo sin alas, en una marmita inmunda de inmundo materialismo. Tanto, tanto materialismo, que la vida se les resume en un la nada de un adoquín. ¡Tontos como adoquines! ¡Nihilistas! Son los hijos de Caín; siguen entre nosotros, y solo esperan la voz de mando de Satanás para imponer su terror de cloaca. Porque Satanás anda suelto. Con rabo o sin él. Con cuernos o sin ellos. Con chepa o sin ella. Las carnes peladas, el semblante demudado y, en los ojos, crucificado, el odio africano de nuestras peores horas. Pues eso. Porque aquí huele a azufre. ¿Hasta cuándo?

*Abogado