Cada noche del confinamiento llegaban a mi teléfono móvil las crónicas de Felipe Albarrán. Al mío y al de otros trescientos escogidos. Noventa y nueve crónicas y dos bises. Una rutina entrañable. Las últimas, ya a las puertas del verano, llegaban a la misma hora, pero aún de día… algo así como si quisieran anunciar que el día dura siempre más que la noche, por larga que sea la noche.

Aquel duro confinamiento de 2020 va dejando, en las letras, frutos notables. Aquella soledad forzada está siendo partera de obras memorables. Pongamos por caso dos que nos son cercanas: «Primavera en Extremadura» de Julio Llamazares y «El Dolor del Confinamiento» de Tomás Martín Tamayo. Lo primero para escribir con fuste es tener algo que contar; y esos tres meses de nuestro pasado reciente, aún presente, han supuesto para muchos un calambrazo moral tan calamitoso como fecundo. Tres meses convertidos en una oportunidad fantástica para detener la noria de no ver y abrir los ojos de mirar hacia los adentros. Una oportunidad excepcional para la íntima reflexión. Y de esa intimidad, de esa honda sacudida, nacen todas estas obras. «Crónicas del Confinamiento» de Felipe Albarrán, también. Vivir para contar.

Ahora se publican en papel. Una aventura que llega a buen puerto. Me será grato releerlas. Felipe escribe con soltura, con la perfección del que habla correctamente. Sin imposturas. Y sobre todo hila, que es virtud suprema. Son textos urgentes, con la hora de cierre como guillotina, y, sin embargo, hilados y limpios. Repletos de palabras casi olvidadas que le dan al conjunto un aire personalísimo ¡y extremeñísimo! Entre tinas y cotubillos, Felipe es un astronauta venido del siglo XIX para iluminar el siglo XXI con sus muy venturosas creaciones.

Escribir es -además de una tarea de corrección ortográfica y semántica- la construcción de un mundo nuevo (propio y distinto). Escribir no consiste en dar muletazos de tinta como quien fabrica tuercas en Alemania. Se requieren buenas letras, sí, pero, sobre todo, una manera singular de ver y entender la vida sobre la que volcar esas buenas letras. Una manera que, siendo propia y distinta, resulte misteriosamente compartida por lectores, en mayor o menor número, de aquí y de allá. Esa es la gracia de los toreros de arte. Por ejemplo, Felipe. El misterio de escribir la propia verdad y de, al final, descubrir que esa verdad, que creíamos de uno solo, es la de muchos. Ese es el toreo caro.

De esta aventura quijotesca de escribir un diario del confinamiento disfrutarán los amigos del autor, muchos de ellos actores en la propia obra, pero también, y en gran medida, cualesquiera otros. Por ella desfilan los militares del Castilla 16, procesionan los devotos de María Auxiliadora y, en general, pasean gentes de toda condición. Gentes de Badajoz, pero que bien pudieran ser trasuntos de otros de cualquier otro lugar: de la funcionaria de la mesa 4 al barrendero cano, pasando por un general de cuando el polisón. Y Nines, porque sin Nines no se entiende a Felipe. Gentes, lugares y costumbres. Gentes y meriendas,... oraciones y versos… de todo hay en estas confesiones del confinamiento. Estas páginas que acaban de ver la luz se leerán con interés hoy y también dentro de años y generaciones porque son un retablo cervantino de muchas cosas menudas vistas con los ojos curiosos de un gourmet extraño, socarrón, lúcido y piadoso. De los detalles más pequeños a las más altas conclusiones morales. Una manera de ver más allá y una pluma magnífica con que contarlo; las dos herramientas que hacen de un libro, un libro memorable (por humilde que haya sido la razón con que principió el empeño de escribirlo).

Julio Llamazares, amigo del autor -el mismo que, en una ocasión, en uno de sus libros, atinadamente le llamó pendolista- diría: «¡Catedralicio, Don Felipe, catedralicio!».»Crónicas del Confinamiento» de Felipe Albarrán, no dejen de leerlas.

*Abogado