Desde hace tiempo, el oficio de la crítica literaria está en franca decadencia: no sirve para hacer méritos académicos (un artículo publicado en una revista «indexada» vale más que cien reseñas) y además ya la hace cualquiera, en su blog, en Amazon, o en las redes sociales. La mayoría, además, entiende la crítica como poco más que publicidad encubierta e intercambio de favores, pues nadie quiere ser un «maldiciente Zoilo», como llamara Cervantes al crítico griego que se atrevió a enmendarle la plana a Homero.
Hay que ser valiente, o querer mucho a la literatura (más que a las personas a veces) para atreverse a evaluar al libro y no al autor, más en una sociedad como la española donde todo el mundo se toma las cosas por lo personal, pues lo del debate objetivo no se lo cree nadie. Por eso, en los mentideros literarios no siempre se habla bien de José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950), poeta y crítico extremeño que de joven emigró a Asturias, donde desde hace tres décadas es referencia del mundillo literario, en la universidad (donde es profesor emérito), en las tertulias que promueve y con su revista Clarín, que pronto cumplirá un cuarto de siglo. Por mi parte siempre lo he defendido, pues no todo el mundo tiene por qué servirse de la literatura como prótesis de su ego: algunos la quieren (la queremos) por sí misma. Consciente de lo que escuecen las verdades, García Martín ha titulado El lector impertinente a su última recopilación de críticas, publicada por la editorial Renacimiento.
Confieso que al ver lo abultado del volumen, dudé si me lo leería entero o iría picoteando entre sus reseñas, publicadas en distintos suplementos culturales y en su blog Crisis de papel. Al final me las leí todas, pues en todas aparece algún juicio que vale la pena. Resulta una gozada ver cómo García Martín, con dos herramientas tan básicas como escasas (una inmensa erudición literaria y el sentido común que no se deja tapar los ojos por el elogio ajeno) va pinchandolos globos de prestigios inflados más deprisa de la cuenta, desde la «filosofía ejemplarizante» de Javier Gomá Lanzón (al que propina buenas lanzadas) a la beatería que siempre rodeó a la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, cuya prosa es bastante más rica que su pensamiento. Algo parecido ocurre con Andrés Trapiello, quien «sabe contar y cantar como nadie, pero el razonamiento lógico no parece ser lo suyo». García Martín confiesa su admiración por el estilo del leonés, pero no oculta el rechazo por su facherío y homofobia. Igual que, a pesar de su poética tan distinta, reconoce la grandeza del Antonio Gamoneda poeta, pero no del “aprendiz de filólogo y puntilloso anotador de sí mismo” que se volvió a raíz de su éxito. En otros casos, como el de uno que ha recibido mucho incienso en Extremadura, el fallo es inapelable: «Los poemas de Ben Clark carecen por lo general de tensión estilística, no aciertan a trascender la anécdota».
García Martín no se casa con nadie, pues ya está casado con la literatura, y cansado de quienes aplauden a emperadores desnudos. Por eso no le duelen prendas a la hora de decir, por ejemplo, que muchas páginas de Antonio Muñoz Molina son tediosas o que la primera mitad de La vida negociable, de Luis Landero, es magnífica, pero que el resto es mero relleno para cumplir con la extensión pactada. Por eso, también, muestra un sano escepticismo hacia los profetas de «una nueva literatura» con prisas por jubilar el libro para sustituirlo por el tuit o el whatsapp.
Por otra parte, su nivel de exigencia hace que del elogio de García Martín, dado que lo vende tan caro, podamos fiarnos. Esa debería ser la función del crítico, orientar al lector en el maremágnum de lo publicado para que escoja bien y no pierda el tiempo.
* Escritor