Entre las características de lo que Edgar Morin llamó «El espíritu del tiempo», aplicadas a este difícil siglo XXI que nos ha tocado vivir, estaría, sin lugar a dudas, la de pretender que lo público sea un espacio de burocracia y formalidades, de buenos modales y placidez.

Como hizo Morin cuando definió magistralmente la cultura de masas en su ensayo de 1962, habría que advertir que es Occidente donde esta definición de lo público opera con mayor contundencia. Incluso dentro de Occidente, habría que establecer matices entre países: por ejemplo, la placidez alemana basada en gobiernos de coalición izquierda/derecha frente a una Italia que lleva muchas décadas con decibelios altos y gobiernos cortos.

Es seguro que las durísimas guerras mundiales, que protagonizaron la mitad del siglo XX, contribuyeron a construir un mundo en el que cualquier elemento perturbador se podía considerar un peligro para la difícil paz alcanzada. Eso resulta paradigmático en un país como España, donde el miedo inoculado por la dictadura franquista determinó una Transición pusilánime y asustadiza, e impuso en la política democrática posterior un temor a las opciones extremas que aún perdura.

Todo esto ha afectado muy especialmente a la izquierda, por un conjunto de razones que sería interesante analizar pero que se escapan a lo que puedo sintetizar en este espacio. Lo evidente es que «ser de izquierdas», desde la consolidación del nuevo orden posbélico, se redefinió como un espacio político blando e informe, más liberal que socializante, marcado por palabras un tanto vacías como «tolerancia», tan abierto a todo que también lo estuvo a la influencia del capitalismo y de las ideas conservadoras. La socialdemocracia (la única izquierda operativa a finales del siglo XX) significaba «ser guay», políticamente correcto, no molestar a nadie, estar integrado, no utilizar una palabra más alta que otra, no perder aceptación o prestigio social por tus ideas, ser «gente de orden».

La decadencia (a veces desaparición) de los grandes partidos socialdemócratas europeos ha tenido mucho que ver con que estas posiciones tibias impiden tensionar la sociedad para llevar a cabo las transformaciones radicales que son necesarias. Lo mismo cabe decir de la absoluta pérdida de prestigio de los sindicatos clásicos y de gran parte del tejido asociativo de izquierdas.

Por desgracia, la cultura de masas que definió Morin ha convertido la política en una pelea por los espacios electorales, es decir, en marketing. Y eso ha provocado que el vacío de ese espacio socialdemócrata, por la mera renuncia a la lucha, haya hecho nacer candidatos a llenarlo. Esos candidatos sabían que tenían que parecer lo contrario que la socialdemocracia: molestar, provocar, ser políticamente incorrectos, antipáticos, duros, buscar prestigio en los márgenes. Pero, por desgracia, y como hablamos de marketing, solo se ha hecho en lo formal.

Todo esto nos ha llevado a donde estamos: una izquierda clásica igual de correcta que siempre dedicada a la burocracia, y una izquierda alternativa pero solo en los ropajes.

También ocurre en la derecha, y por eso observamos que la ultraderecha rampante en muchos países no es más que una derecha clásica desacomplejada. La diferencia es que en la derecha esa tendencia camina hacia un destino movilizador, y en la izquierda lo hace hacia uno desmovilizador. Ahí tenemos, en los dos extremos, la decadencia de Syriza como movimiento renovador de la izquierda europea, y la capacidad de la ultraderecha estadounidense para llevar al límite la democracia más sólida del mundo.

Ser de izquierdas significa molestar, pero no frunciendo el ceño, negándose a seguir formalidades, siendo maleducado o cambiando el modo de vestir. Significa molestar proponiendo cambios radicales de paradigma (cuando se está en la oposición) y llevándolos a cabo (cuando se está en el Gobierno). La izquierda nació para incomodar a los acomodados, para hacer pensar a los alienados, para remover obstáculos, para agitar cimientos, para impugnar una realidad hecha al gusto de los poderosos y cincelarla al gusto de los trabajadores. Con hechos, no con palabras. La izquierda es eso, o no es.