Cuando a un administrador concursal o a cualquier juez de lo mercantil versado en estos temas le preguntas por la viabilidad de una empresa que se «acoge» a la vía concursal, lo normal es que te responda con el título del famoso concurso. Sólo que este de televisión: «Pasapalabra».

Parece que en la próxima reunión del consejo de ministros se decidirá la prórroga de la moratoria que evita la obligación de presentar concurso y estipula la inadmisión a trámite de los concursos solicitados por acreedores («concurso necesario») bajo la normativa de adaptación derivada del Covid-19. Una decisión más que lógica, ya que muchas empresas presentarán balances catastróficos, en un año donde ha habido solo gastos (entre ellos, y no menores, las cargas fiscales y sociales públicas) y escasos ingresos. Así que será recibido como un balón de oxígeno, sin duda, sobre todo por los administradores, asediados ya por las complejidades del día a día pandémico.

Con todo, es una medida que no podemos llamar «cosmética» pero sí que evita atacar a la raíz del problema. Junto a la necesidad, diría que inmediata, de empezar a trabajar en normas por sectores de actividad (no ha tenido el mismo parón el transporte que los servicios profesionales, por ejemplo), falta crear un escenario para «después de la batalla». Porque, lamentablemente, vamos a ver quiebras y un enorme incremento de la conflictividad entre empresas. Incluso con el «paraguas» mencionado antes, la moratoria concursal no ha evitado un crecimiento del 20% en 2020 (la hostelería es el sector más castigado, llegando a tener un incremento del 173% de enero a febrero de este año. Dramático).

Tener una legislación que facilite la supervivencia de las empresas es clave. La llegada de la ley de concursos de acreedores en 2003 tenía un doble y feliz objetivo: dar una herramienta legal a las empresas en dificultades para reordenarse y evitar el estigma de la quiebra (de ahí que hasta se evitara el nombre).

La realidad y el paso del tiempo no han sido generosos con esta ley: ninguno de los dos objetivos se ha cumplido. Si la ley pretendía ser un salvavidas de empresas (a espejo de otras legislaciones, como por ejemplo el famoso Chapter 11 estadounidense), se ha quedado bastante lejos. Se ajusta mucho mejor la idea de que el concurso es prepararse para una casi segura desaparición. Un «enterrador» empresarial.

Y eso que la norma ha tenido múltiples reformas, intentando adaptarse a una realidad que superaba al contenido de la ley. Muchas veces, gracias al impulso de los juzgados mercantiles, felizmente comprometidos con la viabilidad de las empresas, conscientes, desde el sentido común, que nos destruir es más económico que construir. El frankestein que es ahora la norma también se debe al verdadero campo de pruebas que tuvo la ley: la gran crisis financiera de 2008. Pero ni siquiera un «test de estrés» como este permitió afinar la norma para que fuera un mecanismo para permitir el reequilibrio de empresas en crisis y una defensa real de los acreedores de estas compañías.

Probablemente porque el legislador es político y no ha entendido la complejidad de una reglamentación clave para la realidad económica. Porque, esto lo sabemos, quiebras siempre se van a producir. Pero sobre todo porque el legislador es sector público y al legislar no ha querido olvidarse de privilegiar siempre a las administraciones públicas sobre la propia empresa y sus acreedores. Cuando se entra en un concurso, las administraciones fiscales y seguridad social no les hace falta más que aplicar el rodillo, lo que no es desde luego un estímulo para colaborar en la salvación de la empresa, primer objetivo confesado de la ley. Así, difícil.

Quien conozca de cerca estos procesos sabrá que, además, es un proceso largo, intrincado y costoso. Nada que ver con la agilidad que debiera existir en una situación de riesgo, como la que conduce al concurso. En no pocas ocasiones, se acerca más a la definición de «bazar», con todos los implicados preocupados por todo menos por la empresa en sí, que a la de un proceso jurídico. Una empresa en concurso suele perder clientes y no es bien visto por bancos y proveedores financieros, que suelen tener (lógicas) dudas en echar gasolina en forma de financiación a la concursada.

Al final, entrar en concurso es un problema cuando debiera ser una solución. En una coyuntura tan extrema como la que vivimos, donde la economía está (naturalmente) condicionada a la situación sanitaria, necesitamos de todas las vías y herramientas que den recursos y posibilidades. A veces olvidamos que detrás de las empresas hay personas y que en España lo que más abunda son las pymes. No es un asunto menor ni se puede «pasar palabra» ahora.

*Abogado, experto en finanzas.