Ahora que todo el mundo escribe, publica y opina, ¿alguien tiene tiempo para leer o escuchar a los demás? Piensen en los miles de libros que aparecen cada mes, en los artículos que copan cada día los periódicos, en las toneladas de «papers» que publican eruditos y académicos, o en los millones de posts, comentarios, reflexiones, y mensajes que corren por las redes. ¿Cuánta gente haría falta para atender a tanto inspirado artista, esforzado investigador, lúcido intelectual o magnético influencer?

Que conste que celebro que cada vez más personas puedan expresar públicamente sus ideas. No me parece que tal cosa vaya a provocar ninguna «explosión espiritual» (como aquella que presagió Lorca para cuando acabara el hambre en el mundo - pues ni ha acabado el hambre, ni todos tienen la misma voz y poder en el mundo de los medios -), ni que cantidad y calidad no sean, como de costumbre, inversamente proporcionales. Pero, en cualquier caso, que tanta gente disponga hoy de ocio, educación y recursos para producir y publicar sus elucubraciones artísticas o intelectuales me parece un síntoma inequívoco de progreso (ojalá todos mis vecinos se enfrascaran los domingos en escribir novelas, en lugar de aburrirse con el taladro percutor).

Ahora, insisto: ¿hay gente suficiente para atender a tanta mente creadora y encantada de reconocerse en lo que publica? No lo sé. Yo, por si acaso, implantaría el grado universitario de «espectador cualificado». Y no es del todo broma. Cada vez valoro más el esfuerzo de escuchar o leer a alguien. Sobre todo ahora que la industria mediática exacerba la polarización ideológica entre sus clientes (como modo de sujetarlos entre sus redes) y la crispación y el ruido no dejan oír con nitidez ningún mensaje.

Escuchar a los demás nunca ha sido fácil. Además de trabas sociológicas y prejuicios ideológicos, concurren dificultades psicológicas. Los más jóvenes suelen andar demasiado pendientes de afirmarse a sí mismos, y los más viejos de confirmarse, de manera que, habitualmente, los primeros solo escuchan para identificarse atolondradamente con lo que oyen, y los segundos para que lo que oyen se identifique con lo que creen que piensan. Nadie, pues, escucha de verdad a nadie.

Escuchar, conocer y - eventualmente y en ese orden - respetar y amar a los demás, no es virtud espontánea, ni tiene que ver con las emociones, el género o las circunvalaciones cerebrales (cosas estas que se presuponen hoy como factores causales de casi todo), sino, fundamentalmente, con el interés y la habilidad intelectual para construir ideas e hipótesis (correctas) sobre las ideas e hipótesis de otros.

La tan cacareada empatía «solo» consiste, pues, en pararte pacientemente a comprender lo que dice (y lo que quiere decir) tu interlocutor, aventurándote a articular en tu cabeza lo que probablemente tenga él en la suya. Y para esto hacen falta dos cosas: el hábito de la reflexión (es decir, la capacidad para comprender de manera analítica y crítica las ideas con las que comprendes y comprenden los demás las cosas), y motivación suficiente.

Para lo primero es conveniente cultivar la competencia filosófica (con el ajedrez no basta). Para lo segundo, calculen: si se empeñan ustedes en comprender de veras a los demás, no solo crecerán en saber (¿hay algo más en lo que crecer una vez adulto?), sino que también estarán en condiciones de amar y dialogar, esto es: de descubrirse a sí mismos en lo que aparentemente no son.

El infierno no son los otros (esos otros presunta y románticamente inconmensurables con nosotros), sino la ceguera idiota y narcisista de mirar mirándonos en ellos como en un espejo, cuando es romper y penetrar ese reflejo lo que, precisamente, hace posible la escucha. Quien escucha y comprende es quien posee íntima y radicalmente lo comprendido, más allá de reflejos y apariencias. ¿Y no es esta la condición y el fin del amor, el poder, y tantas otras cosas grandiosas y engrandecedoras?

Mis alumnos se escandalizan (como es debido) cuando les digo que (tal vez) solo se enamora uno del que es mejor, y que (sí que) hay (como sospechábamos) personas mejores (en lo mejor) que otras. ¿Y cuáles son esas personas? - me dicen -. Las más sabias - les digo -. ¿Y cómo sabemos que son las más sabias? - me replican -. Porque nos explican a nosotros mismos mejor de lo que nosotros somos capaces de hacer. Solo alguien así merece por completo nuestro amor, y solo alguien así está en condiciones de amarnos tal y como merecemos.

Por cierto, alguien así de amable y poderoso ya no tendría la más mínima necesidad de andar publicándose para nadie (como mucho, y si existiera, para Dios), por lo que sería todo oídos y palabras justas. Justo las que no tenemos los que, así, escribimos como envanecidos posesos.

*Profesor de filosofía