Cada día me asomo al otro parte de bajas. Una lista larga y negra de bajas. Y cada día me visto de luto por alguno de esos locales donde he sido, hemos sido, felices. Lugares entrañables donde hemos ido escribiendo parte de nuestra propia historia. Tabernas, bares, casas de comidas, restaurantes, cafeterías, salas de fiesta y hasta “tablaos” flamencos… se nos van muriendo en la trinchera de resistirle el pulso a la pandemia. Por ejemplo, Lhardy: historia de España, y, como la misma España, en preconcurso de acreedores. Una mala noticia entre miles de malas noticias.

Porque en Lhardy la historia se sirve de aperitivo. Morir sin haber comido en Lhardy es de mala educación. Al menos eso debía pensar Lagartijo. Termina el XIX y el restaurante por antonomasia se llama Lhardy. España, por entonces devota de Frascuelo y María, como escribió el otro Machado. Frascuelo y Lagartijo, claro está.

Lagartijo fue, dicho sea para los huérfanos de tauromaquia, el primer califa del toreo. Y los califas cordobeses no saben francés. Ni lo sabían antes, ni lo saben ahora. Ni falta que les hace. Al menos si no cruzan sus caminos con los de Lhardy. Ahora les cuento. Por Lhardy.

Rafael Molina, Lagartijo en los carteles, nació en Córdoba porque es en Córdoba donde nacen los califas del toreo. Era por 1841 cuando el alumbramiento. Hijo de Manuel Molina, el “Niño Dios”, banderillero por la gracia del mismo Dios ya citado. Rafael, colosal torero, fue, en los ruedos, pesadilla de Frascuelo; y en las tabernas, hombre de muchos amigos; simpático y querido por todos. “Rafael, tú eres el mejor torero que yo he conocido, me quito la montera, y no me quito la cabeza porque la necesito para torear”, dijo de él su rival, el titán granadino, Salvador Sánchez, Frascuelo.

Pero vayamos al pan de Lhardy. Madrid, Carrera de San Jerónimo, número 8. Una noche paseaba el califa solitario por allí cuando le asaltó la gazuza, que lo mismo muerde en Sol que en los patios cordobeses. Y entró en Lhardy. Todo iba bien hasta que le presentaron la carta y se anunció el desastre. La carta de los restaurantes de lujo estaba, en aquel fin de siglo español, como no podía ser de otra manera en un país como el nuestro, siempre en francés. Lengua a la par finolis cual poco inteligible para la torería andante de la cual era prócer Rafael. Así, que para salir del paso el torero señaló con el dedo y se encomendó a su suerte. No le fue del todo mal, le sirvieron una sopita. Calentita, sabrosa. Pero como no le llenara del todo pidió un segundo. A dedo, claro. Y, a pesar de haberse ido al otro extremo de la carta, en el sorteo resultó, por segunda vez, sopa. Pero Lagartijo no le tenía miedo a las cornadas no se arredró ante la carta de Lhardy. Volvió a intentarlo. Señaló, otra vez con el dedo, pero la ruleta de la fortuna, que es traidora, decidió que fuera, por tercera vez, ¡sopa!

El maitre, que iba para embajador, le preguntó si quería algo más. Pero el califa dio muerte a tamaño becerro con su clásica media lagartijera recibiendo. “Lo que me va a traer es una copa de coñac, que a mí, por las noches, no hay quien me quite mis tres sopitas y mi copa de coñac”. ¿Falso? ¿Cierto? ¡Torero en los alberos celestes!

¡Que no nos falte Lhardy! Historia de España desde 1839. Ojalá esto no sea sino un punto y seguido. Ojalá, antes o después, pueda, podamos, volver a comer cocido madrileño en su salón japonés. Así sea.