No hay como tener las expectativas altas para llevarse una decepción de libro. Compré en El Buscón (la mejor librería de Cáceres) Primavera extremeña. Apuntes del natural, de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), libro que venía precedido de grandes encomios, especialmente desde El País, casualmente el diario donde el autor colabora habitualmente. Hacía tiempo que no leía a Llamazares, aparte de alguna columna suya, pero recordaba la impresión que me causó La lluvia amarilla (1988), novela que publicó con 33 años, y que hacía prever uno de los más valiosos escritores españoles. Luego leí Luna de lobos (1985), que me gustó también, y que era pionera en tratar el tema de la guerrilla antifranquista. Leí alguna otra cosa suya, que me gustó menos. El escritor nacido en un pueblo hoy desaparecido (yace bajo las aguas de un pantano) se trasladó de la provincia leonesa a Madrid, como parece ser el destino de los escritores leoneses, de Mestre a Trapiello. De León a gato, podríamos decir.
El argumento de Primavera extremeña es sencillo: hace ahora un año, el autor, ante el cariz que iban tomando los acontecimientos en Madrid, el 13 de marzo de 2020, se trasladó con su familia a una casa de campo cerca de Herguijuela. El par de semanas que preveían terminaron siendo tres meses, hasta el 15 de junio. Y, dado que tenía mucho tiempo libre, se puso a escribir un diario de la pandemia (como hicieron otros escritores, desde Gonçalo Tavares a Jordi Doce) en el cual nos cuenta cómo va a la farmacia o la frutería, cómo mira las estrellas de noche o los pájaros de día.
El mayor acontecimiento, aparte de la persecución de una culebra que se les cuela en casa, y que provoca pánico en la familia, es «el milagro de la primavera», un «espectáculo» para quien confiesa no haberla vivido desde hacía muchos años. Y aquí es donde a uno, si es un poco exigente, se le caen los palos del sombrajo. Hay un momento en el que el autor afirma que «los adjetivos comenzaron a hacérsenos pobres a la hora de describir el paisaje que nos rodeaba» y se tiene la impresión de que esa pobreza estaba ahí desde el principio, pues para describir la floración se recurre varias veces a la palabra «tapiz». Tampoco los referentes literarios son muy originales: nos cita en latín los versos iniciales de la égloga que abre las Bucólicas de Virgilio, y al hablar de que llega abril no puede sino recordarnos que T. S. Eliot afirmaba que es el mes más cruel. Se compara a Extremadura con la Toscana, dejando claro que al autor, aunque viva a dos horas en coche de nuestra región, le resulta más familiar Florencia que Trujillo.
Acompañan al libro, que gracias a la letra grande tiene 121 páginas pero podría tener la mitad, unas acuarelas de un alemán, amigo y vecino del autor, y que parecen pintadas por un niño de seis años (miento, mi hijo las haría mejores). En conjunto da la impresión de que fue un libro escrito porque tocaba hacerlo, que las grandes editoriales exigen un ritmo de producción constante.
Tuve mis dudas sobre escribir esta columna, pues aparte de la admiración de juventud por Llamazares (recuerdo mi decepción hace años cuando se canceló su visita al Aula Valverde), suelo simpatizar con sus opiniones, y me sabía mal no poder hablar mejor de un libro que trata sobre Extremadura, región que muchos españoles no han pisado. Pero igual que el profesor ha de juzgar el examen por cómo se ha respondido a las preguntas y no por el nombre del alumno, el crítico ha de evaluar la calidad del libro, pues incluso Shakespeare o Cervantes escribieron alguna birria. Incluso, si me apuran, se ha de exigir más a quien tiene grandes obras a sus espaldas. Demasiados emperadores desnudos se pasean ante el aplauso de los pazguatos que hacen lo que se espera.
* Escritor