Los políticos de antes presumían de lecturas, citaban a los clásicos y daban lustre a sus discursos con referencias literarias, culturales y filosóficas. La mayoría de ellos eran conscientes del alto honor que suponía representar a la ciudadanía en un parlamento o en cualquier otra institución. De ahí que procuraran centrarse en asuntos de cierta enjundia, que preparasen con esmero sus intervenciones, que cuidasen el lenguaje y que acompañasen las palabras con gestos contenidos. Quienes subían a las tribunas sabían que, al margen del bagaje académico que tuvieran, debían esforzarse en trenzar discursos serios y en declamarlos haciendo uso de un buen castellano. Falsearíamos la realidad si afirmáramos que todo en el monte era orégano. Porque siempre ha habido gente de todo tipo en todas las posiciones. Pero, antes, quien tenía poco que decir solía optar por un prudente silencio en lugar de por ponerse en evidencia. En cambio, muchos de los dirigentes actuales incurren, a menudo, en esa verborragia que infecta el ecosistema político. Renuevan el sentido de la expresión “por la boca muere el pez” cada vez que escriben un tuit. Se empeñan en hablar aunque no tengan nada interesante que decir. Generan polémicas estériles a cuenta de asuntos meramente anecdóticos. Trufan sus declaraciones de exabruptos, y de palabras gruesas y malsonantes. Y, con todo ello, además de demostrar un nulo respeto hacia adversarios, electores e instituciones, constatan la poca estima que se tienen a sí mismos.
Las lecturas de muchos de ellos se reducen a los libros que maestros y profesores les prescribían en la escuela o el instituto. Y no pueden argüir que no tuvieron oportunidades para ilustrarse o instruirse. Porque ellos sí tuvieron a su alcance escuelas y bibliotecas públicas y, desde ya hace algunos lustros, toda la bastedad del universo de conocimientos de la red. Solo a la pereza puede atribuirse que, aún hoy, sigan exhibiendo su corpus ideológico aderezado por simplonas alusiones a series de las plataformas de contenidos audiovisuales. Y no es que las manifestaciones de la cultura popular no hayan de ser exploradas, estudiadas y referenciadas; es que a los gobernantes habría de exigírseles algo más de nivel. El conformismo de la ciudadanía respecto a esta depauperada clase política nos lleva a vivir situaciones tan abracadabrantes como las de las últimas dos semanas. Pero también como las del último año, en que hemos constatado la incapacidad, la desidia y la falta de liderazgo que impregnan a una parte sustancial de los cuadros dirigentes de la nación y sus regiones.
*Diplomado en Magisterio