Hace poco, a horas intempestivas de la noche (las que permite esta vieja normalidad que ya dura demasiado), una imagen en la calle me hizo pensar. Tendría más de 70 años, aunque es verdad que entre la mascarilla y que no me detuve del todo, es difícil acertar, pero hay colores de pelo tirando al morado y complexiones físicas que ayudan a ubicar las décadas.

Estaba frente a un contenedor de pilas y, con la paciencia que dan los años y la dificultad para apuntar bien, iba sacando de una bolsa una a una las pilas que iba echando por la ranura pertinente, despacio, concentrada en lo que estaba haciendo. Terminó su tarea, se caló el bolso y se fue caminando despacio, imagino que deseando llegar a casa quitarse los zapatos y cambiarse, porque una no sale a la calle de cualquiera manera.

Lo del reciclaje es una cosa moderna, ya lo saben, una rutina adquirida que busca facilitar que lo ya usado tenga una nueva vida. En el caso de las pilas, sobre todo se intenta aislarlas por su gran capacidad para contaminar aun descargadas. Y ella, que seguramente a día de hoy está más preocupada por sobrevivir al Covid y poder abrazar a sus nietos, estaba allí, haciendo un esfuerzo por dejar un planeta mejor a otras generaciones a las que ni llegará a conocer. Frente al «quítate tú que me vacune yo», frente al «para lo que me queda, me importa un bledo», aquella señora fue una sacudida de conciencia para mí. Porque esa manera de actuar, generosa y concienciada, no se improvisa, sino que es una característica de la generación que se encontró un país bastante maltrecho y lo levantó a base de esfuerzo y entrega.

No sé si cambiamos mucho al envejecer o sólo perpetuamos nuestra esencia, si la vida nos va enseñando también a ser mejores o nos empecinamos en nuestros errores. Pero quiero creer que mientras haya personas que planten árboles bajo cuya sombra no se sentarán, aún tenemos esperanza como especie.

*Periodista