Una se plantea viajar a la quietud de las flores porque ya no puede más con el invernal dolor de huesos. Una proyecta escapar hacia la permanencia de la encina sobre la tierra, atrapar la inexplicable belleza de un tramo de arcoíris prendido en la solapa del cielo, o acariciar la impalpable tersura del rocío.

A lo largo del día… una concibe tantas y tan maravillosas evasiones que pierde ya la cuenta de las que son reales o ficticias. Nos hemos pasado un año jugando a ser prófugos, a regatear los toques de queda exprimiendo los encantos de una conversación o una despedida, hasta el último minuto antes de salir corriendo por miedo a traspasar los límites del estado de alerta.

¡Cuántos vinos se han quedado a medias! ¡Cuántos amores se han ido por las nubes como si fueran cometas y nada más se supo! ¡Cuántos semáforos en rojo nos habremos bebido, casi con la misma urgencia que lleva una ambulancia!

¡Cuánta premura en la ternura!

Y, sobre todo

¡Cuántos silencios no habremos visto caer de golpe sobre la noche! Todos.

Una sucesión de silencios que comienza con el cerrojazo de la puerta de un bar, el chasquido de un barril de cerveza que se disipa y duerme, el arrastre de sillas y mesas. Chisss. Silencio. Entonces se interrumpe todo flujo de palabras. Chisss. Entonces cesa la torrencial chispa de la vida. Chisss.

Todo empuja al silencio en el país del alboroto, la nocturnidad y las greguerías. El país cantarín de Alicias y Cenicientas, que ha mutado en triste país de Rocíos, Kikos y alcahuetas o correderas.

Te vas de la agitación de la calle al furor de la televisión o el ruido de la pantalla. Chissss. Regresas a casa donde todo está inmóvil, permanece como en toque de queda permanente, silencioso como los balcones de enfrente. Chissss. Entonces dejas a medias tu jarra de cerveza, el vaso de tubo con su ginebra transparente, la copa de balón con tu ron caribeño o la melancólica música del tumulto, para encerrarte en la habitación y contar el vacío.

El hilo musical es la penumbra que arroja el móvil. El agotamiento de ver pasar las mismas noticias, los mismos insultos, las mismas batallas e idénticos desencantos a los que padecíamos antes de la invasión del virus.

No puedo poner en palabras el hastío. Me siento tan cansada como este artículo que es incapaz de ponerse en pie; no fluye y apenas quiere existir. En días así, se entiende el coste de escribir: un empeño éste, semejante al de construir sobre la nada o sobre lo que ya otros han levantado torres de marfil. Y entonces te planteas seriamente la utilidad o la eficacia de lo que aportas y acontece lo peor… tal y como le sucede a este artículo… te derrumbas.

Estás toda por el suelo hecha trizas, lo mismo que el papel roto en mil pedazos, inservible. Y no es que hayas perdido la capacidad de hablar, escribir o comunicar, sencillamente es que quieres hacer algo inesperado, diferente, construir una nueva forma de transmitir.

Para contar que un niño abandonado en la frontera de EEUU nos ha puesto el alma de punta, habría entonces que inventar palabras nuevas, expresiones húmedas que al igual que las nubes de tormenta llovieran chuzos de lágrimas sobre el papel, si no… es imposible acuchillar la conciencia, sacarle el brillo que perdió de tanto leer maldades sin inmutarse.

¡El coste de escribir es esto, no tener palabras!

Palabras que contagien el sentimiento profundo que albergan. Palabras que suenen al mismo llanto del niño, que huelan al mismo miedo que el niño llevaba escrito en la cara. Palabras que reproduzcan el chasquido de la lluvia en el cristal de la cámara que filma el desabrigo, el desamparo y la carencia.

¿Y si esto de escribir se queda corto? ¿Y si el periodismo resulta inútil ya para conmover al mundo?

*Periodista