El recuerdo de Rocío Carrasco se me aparece nítido como si esa imagen fuera el resumen de mis veraneos adolescentes en Chipiona. Es una niña alegre de apenas 10 años y lleva el pelo recogido en lo alto con un lazo azul. Juega ajena al mundo en los aledaños del chalé familiar Mi abuela Rocío. Luce un vestido de princesa blanco inmaculado. No le faltaba un detalle, ni un mimo a esa chiquilla. Tras 40 años no ha cambiado el azulejo azul que anuncia el nombre del chalé, ni el del Cristo del Cachorro de la fachada. Rociíto se crió ante las cámaras y los ojos de la gente, en un tiempo en el que ser famoso era sinónimo de glamour. Pero ser la hija de ‘La más grande’ le ha pasado una gran factura de sufrimiento.

Una adolescencia difícil puede sufrirla cualquiera. Tomar en esos momentos una mala decisión -un novio equivocado, por ejemplo- no tiene por qué destruirte la vida. Así parece que ha sucedido. Recuerdo también a Rocío Jurado visitar el santuario de la Virgen de Regla ante el delirio popular. No sé qué pensaría ahora si asistiera a este obsceno espectáculo que está inundando la televisión de lágrimas. Siempre voy a estar junto a las víctimas de la violencia machista, aunque la denuncia llegue a destiempo y se haga a golpe de talonario. 

Pero creo que debería haber un límite a la hora de difundir el sufrimiento personal en prime time. No todo vale en esta loca carrera en pos de la audiencia y los click de internet. Veo a Rocío Carrasco, mar de congoja, y me invade una gran tristeza. Sobre todo me angustia que este país esté más pendiente de unas heridas mal cerradas en un matrimonio fallido que de los urgentes problemas sociales que padece. Los medios de comunicación tenemos que hacer un acto de contrición. Hay un gran tufo a adormecimiento del pueblo por parte de quienes, ajenos a la pena infinita de una madre, mercadean con su alma rasgada para siempre.