Quién nos iba a decir, hace un año y medio, que hoy estaría todo el planeta disputando una Champions League de vacunas. Porque de eso se trata el asunto: de un campeonato de supervivencia. Desde que se asumió que la COVID-19 había llegado para quedarse, la vacuna se presentó como el arma de defensa más esperanzadora. Entonces las empresas farmacéuticas se calzaron la ropa deportiva, botas de tacos incluidas, para ser las primeras en fabricar el antídoto que nos librara de esta pandemia.

Luego hubo que correr la banda para ser los primeros en producir las vacunas, y los países más avispados pisaron área para comprarlas antes que nadie en lotes masivos. Y así, entre comentarios sobre las hazañas de Messi, Benzema o Luis Suárez, no faltará nunca la charla sobre esta Liga alternativa, más integradora incluso que la del fútbol: ¿Vas por la primera dosis o por la segunda? ¿AstraZeneca, Pfizer o Moderna? ¿Con efectos secundarios o sin ellos?

Antes de que llegaran las vacunas llegó su vocabulario. Hace tiempo que sabemos qué son el SARS-COV-2, los trajes EPI o las nuevas cepas. Y así las cosas, el feligrés de taberna no dejará de hablar con solvencia, mientras mete el tenedor a las gambitas a la plancha, de conceptos como covinazis, inmunodeprimido, los vacunajetas, los negacionistas o la inmunidad de rebaño. Hoy somos virológicamente más sabios, y hablamos con tanta cercanía de los virus como de los goles que metía Cristiano Ronaldo con el Real Madrid. Pero tener 40 millones de epidemiólogos en España no me inspira confianza. Yo prefiero aquellos tiempos en los que no sabíamos distinguir un virus de una bacteria, cuando para combatir la tos seca, la fiebre o el dolor de garganta confiábamos nuestro bienestar a un inofensivo paracetamol. Cuanto antes nos vacunen a todos, antes podremos recuperar la saludable ignorancia en virus propia de torneos más felices.

* Escritor